jueves, 6 de octubre de 2011

Algo tendrá el agua, cuando la bendicen, y los botones, y los soldaditos de plomo, y las cometas, y el chocolate con churros, cuando todos sobreviven a las modas y se reimponen, cada poco, con su capacidad de encalabrinar y deslumbrar, más que entretener.

Los botones, por ejemplo, que todavía recuerdo aquellas broncas por un botón de nada, de la botonadura del abrigo, o, sobre todo, uno de los de gabardina, de hueso, con un bordecillo saliente hacia fuera en que se asentaban para el chut, y Marcelo los sacó a su blog, leído por gentes de las más olvidadas parcelas de este mundo traidor, pero sobre todo en Brasil, el lugar donde se juega el mejor y más abigarrado, deslumbrante y apasionado futebol do mondo, y algo tendrán los botaos cuando toda una multitud de colectivos, agrupa ya a miles de futbolistas de botones doblados sobre los más variopintos tableros, dale que ye pego a sus botones lijados, limados, perfilados, preparados para salir en busca del goooooooooool más deslumbrante, imposible, de rechuez con rebote a banda y amongongado, todo en una pieza.

Mira que habrán tratado de inventar un juego de futbol de mesa, desde mis años infantiles, a caballo entre los treinta y los cuarenta del siglo pasado, y setenta años después el mejor, inigualable, emocionado y vibrante sigue siendo, ha vuelto a ser, el fútbol de botones.

Por preinventar los holigans, apasionarme en un partido de fútbol de botones de que fui mero espectador, jugado en los escalones de un portal de la calle del Pilarín, de la Villa, sacudirle a un compañero de curso un carterazo y ocasionarle una herida en la cabeza, apenas un rasguño, comparado con las vicisitudes de la época, mi padre, a quien había acudido el de la víctima ejercitando la acusación particular, me motejó ¡a mí!, uno de los individuos más pacíficos de una generación como la mía, violenta entre las violencias de tantas guerras, de delincuente en ciernes, y, con absoluto desprecio de la presunción de inocencia y la concurrencia de atenuantes, me aplicó a mano una condena propia de la armada británica de cuando aquello del gato de nueve colas.

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