Se mete el otoño por debajo de los aleros, mirando si se dejaron las golondrinas plumas, o las cigüeñas. Las cigüeñas, que yo haya visto, no llegan nunca tan arriba, hasta la mar de todos los nortes, que es el Cantábrico, este pedazo de Atlántico más allegado a la tierra, más acostumbrado a que el hombre le abra heridas, para bien o para mal, para pasear o hacer la guerra. El Cantábrico es el trozo de mar que canta o se enfurece al son de gaitas y cornamusas. Ha dado de comer a mucha gente y se ha llevado, no sé si a cambio, muchas vidas e ilusiones. El Cantábrico, desde la playa, se adivina que es un mar con mucha historia.
Por este camino de esta mar, de plomo y calma estos primeros días de otoño, con reverberos de oro o plata, según las horas o tal vez el humor, le vinieron a nuestra tierra de la gente del norte muchas de sus peculiaridades actuales.
No hay ahora tantos, pero hubo multitud de niños que miraban el horizonte, soñaban y se apuntaban a las marinas mercante y de pesca o a la de guerra. Ignoro por qué, ahora la juventud mira más tierra adentro, o se ensimisma con tanto aparato como te ayuda a leer, investigar, recorrer, mirar. Desde la mesa, a través de la pantalla, puedes tomar apariencia de contacto con el mundo.
El peligro está en que pienses que para vivir basta con ese contacto virtual, a todo más intercambio de palabras, pasada de imágenes, cuando es tan indispensable para estar vivo tener al otro, digan lo que digan los filósofos que somos reales u hologramas, al alcance de la vista y de la mano, estrechársela, percibir los matices y semitonos de la conversación, hacer la caricia, o, por qué no, sacudir el sopapo de que habrá que arrepentirse en seguida, es cierto, pero es parte de esa convivencia real en que la vida consiste, con la otra vertiente empeñada en el ensueño de ir a buscar el horizonte desde que los viejos venimos de regreso con la noticia de que de un modo u otro vale la pena haber ido, haber conocido gente, haber estado en este mundo, aunque sea con esta incertidumbre, este miedo final a seguir haciéndolo todo, como siempre, mal, con el que hay que aprender a conformarse para evitar los dos desordenados extremismos del escepticismo o la desesperación, sombrías antípodas del amor y la esperanza sin los que todo habría sido inútil camino hecho a ninguna parte.
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