jueves, 13 de octubre de 2011

Se hunde, bajo una impresionante riada, Bangkok. No estuve allí jamás, pero el perfil de sus edificios tan diferentes me sugiere sensaciones parecidas a las que en su día me escribió Venecia en el papiro del alma.

Hay ciudades amenazadas supongo que porque pertenecen realmente a la mar y la mar las reclama, en el caso de Venecia con el acqua alta, que amenaza, burbujeante, con comerse sus propios reflejos.

Ahora es Bangkok también. Dicen los periódicos que jamás había habido una riada semejante. Y es que siempre viene de la mar una ola mayor, un tsunami más o menos esperado, que arrasa hasta nadie pudo nunca prever cuánto.

La gente de orilla, los que nacimos a la de la mar, donde siempre cabe de que de la mar lleguen sorpresas, sabemos que la piel del agua oculta siempre posibilidades, incluso probabilidades de misterios.

Cada ola trae de la mar una leyenda. Incluso las olas pequeñas, que apenas mueven la espuma, que dan a la arena o a las peñas de la base del acantilado besos como de ala de mariposa.

Dicen que de la mara salieron los primeros seres elementales, pero ya vivos, que la mar es el origen de la vida sobre la tierra, pero también es muerte o brazo ejecutor de la muerte. Capaz de tragarse la inmensa mole de un trasatlántico o de un portaviones y en un abrir y cerrar de ojos, en cuanto se hunde todo, capaz asimismo de cicatrizar la piel de su agua como si allí no hubiera pasado nada.

Y nos cuentan que al mismo tiempo hierve lava bajo la isla de Hierro, huele a azufre la playa tiemble la tierra. Otra vez la mar alrededor. La tierra y sobre ella el agua, el fuego y el aire. Cuando el aire, el fuego y el agua combinan su furor, sentimos, aprecio mi pequeñez.

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