Antes -¿cuándo fue antes? ¿cuándo será después?-, escribía, cada poco publicaba un libro y luego me preguntaba si habría sido un buen libro. En mi defensa, añado que jamás cobré un duro, ni siquiera una peseta, por la venta de alguno de mis libros. Cedí siempre el eventual producto a alguna obra benéfica. Por lo tanto, excluido el interés económico, me movía una vanidad personal inevitable. Mala cosa, la vanidad. Cuando te acosa empiezas a tratar de escribir para que guste a alguien. Ha llegado el momento de recluirse, ensimismarse, escribir con la debida humildad aquello que se nos ocurre y ya está. Va quedando, se amontonan papeles, libretas, molesquines. Ahora a veces un poema es menos que un haicú, otras veces queda a medias de decir, porque ya nos hay más mensaje, o lo había, pero no alcancé, escribiendo, al viento que llevaba las palabras adecuadas en su buche de mil alientos.
Cuando no te importa si lo que escribes gustará a nadie, es como hundirse en una bañera espumosa de palabras, que vas diciendo como en una intimidad donde, como ocurre cuando sueñas despierto, puedes conducir hasta cierto punto las cosas y convertirte en Peter Pan o el Capitán Garfio, o hasta en viajero de las estrellas o descubridor del fondo del mar, donde ya no hay nada más que oscuridad y criaturas ciegas, de belleza o de fealdad inimaginables.
Avanzo lenta y deleitosamente por las páginas del “Yo confieso”, de Jaume Cabré, asisto a la presentación del un libro de poesía escrita en una de las falas de esta tierra, me apuntan, junto con varios muy queridos amigos a servir para algo en una eventual reconstrucción de sus esquemas, los de esta tierra. Sigo vivo. Una vez más, cito a Luis Rosales: “gracias, Señor, la casa está encendida”.
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