Esta mañana he cerrado el que supongo que será el último libro de versos que publique. Y me he puesto a buscar editor. Los libros de versos son casi siempre ruinosos, ¿Quién va a comprar, quién a leer, libros de versos en estos tiempos acelerados, neuróticos, crispados, que estamos viviendo?
La gente está o en paro o bajo la sombra del avechucho grande y oscuro que lo anuncia.
Me impresionó, hace poco, oír que familias conocidas iban a verse obligadas a vender sus viviendas y regresar a modos de vida más económicos. Con hijos a medias de estudiar, sin futuro previsible.
De pronto, lo que con frecuencia no son más que números: un millón, dos, cuatro, casi seis, de parados, se acercó y distinguí caras de personas concretas, sus expresiones. Oí sus voces. Advertí la vacuidad de sus miradas desenfocadas. Y multipliqué por el número que citan los periódicos de cada día. Un ejército.
Que viene, campo a través, por la ciénaga que bordea la ruta de la caravana social.
Acabo, hojeo el libro, releo versos olvidados. Tanto que puedo juzgarlos con cierta objetividad y me parecen de lo mejor que he escrito.
Nadie, sin embargo, puede ser objetivo y valorar su obra.
Corren, alborotados, de un lado a otro, de reunión en conciliábulo, los profesionales de la política más afortunados, los que llegaron, los que nos representan y mandan. Andan empecinados en buscar remedios que les eviten aplicar los remedios que deberían aplicar para salir de este dramático estado de cosas y ánimos. Dependen de sus partidos, de sus votantes, de sus intereses. Dependen de tantas circunstancias que tienen que sentirse, pienso, incapaces de adoptar decisiones. Por eso habla, hablan y hablan, ponen y quitan las piezas del rompecabezas, prueban y se arrepienten.
Yo cierro mi proyecto de libro de versos. Ellos, a lo suyo. A muchos, les apuntan sus intervenciones, les escriben los discursos, ponen límites a sus ideas, los aturullan. Releo. Ellos miran atrás. ¿Qué pensarán de los hechos que los han dejado retratados en las páginas de la historia?
Cuando se producen turbulencias como las que nos afligen cada vez que la humanidad en algún sentido padece crisis de crecimiento, se hace más peligrosa la condición de los políticos. La gente, cuando se aflige o se desespera, tiende a refugiarse en grupos de protesta, susceptibles de agruparse en masas de imprevisible reacción. Tendemos a personalizar las responsabilidades sociales. Llevamos todavía, bajo una delgada capa de barniz cultural, tatuada la ley del Talión en los sobacos.
Soñamos versos y roncamos improperios.
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