sábado, 29 de octubre de 2011

Confieso haber pecado y casi consentido con la tentación de envidiar a los tontos, cuanto más tontos mayor tentación, por esa seguridad suya en la certeza absoluta, definitiva e inatacable de sus convicciones.

Me recuerdo, sin vergüenza, indignado durante alguna de mis experiencias de escolarización infantil, defendiendo a capa y espada la identidad irrebatible de los tres reyes magos que me iban a proporcionar o me habían proporcionado ya aquel año de gracia algún objeto de irresistible deseo.

El tonto, al final de su vida, parece el más sabio. Muere confortado por la seguridad de no haber perdido el tiempo en zonas pantanosas de alguna de las posibles ciénagas de las dudas de su tiempo. Y cuanto aprendió, no le generó nunca y en ningún caso necesidad de volver a mirar, reconsiderar, desencantarse. Cuanto aprendió y tuvo por cierto, pieza a pieza, todas compactas, sin fisuras, lo fue acumulando, que un tonto puede tener tan buena memoria como aquél que se comentó en mis tiempos cuarteleros, que, aconsejado por algún tío malaleche de su pueblo, para recibir mejor trato durante la mili, había aprendido de pe a pa ya no recuerdo si eran las ordenanzas de Carlos III o tres o cuatro letras completas de la guía de teléfonos de su provincia de origen. ¿Se los digo, mi “afere”?

Mientras uno cualquiera de mi tribu, la de los, más o menos dotados estudiosos o por lo menos lectores impenitentes, acumula objetos desvencijados, metales herrumbrosos y dudas insondables, hay tontos que, con parecido bagaje, tienen la sensación de haber atesorado metales y piedras preciosas. ¡Qué la sensación!; tienen en realidad la absoluta convicción, la certeza, para ellos ineluctable, de ser ricos en sabiduría, que, dicho sea entre paréntesis, es la mayor y mejor riqueza, pero sin olvidar lo de que primero hay que vivir, y sólo luego cabe filosofar.

Díganme la verdad ¿no es envidiable? Al fin y al cabo, no hay nadie más que pueda ser de veras rico. Al que lo es materialmente, lo corroe y hace infeliz el miedo de que le pueden arrebatar en cualquier momento su riqueza; a quien más y más profunda y honradamente estudia, le van creciendo alrededor las hiedras de la ignorancia, la curiosidad y las dudas.

Sólo la posesión de la incontrovertible suma de las verdades irrebatibles proporciona una riqueza a salvo de depredadores. Porque al tonto, si de veras lo es y menos cuanto más lo sea, no hay quien pueda convencerlo de cosa distinta de lo que sin duda está convencido de saber.

De ahí el aire de satisfacción con que pasan a nuestro lado, nos saludan y nos compadecen. Porque hasta pueden ser buena gente, digna de los mayores aprecio y respeto.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Hola, soy una de las nietas de Manuela la patrona de la pensión Lombao donde casi toda mi familia nació y vivió. Mi hermano es el primer
nieto por el que festejaron su nacimiento y veo que recuerda a muchos de personajes de los que mi madre me hablaba. Hay miembros de mi familia que recuerdan a algunos de los personajes que usted menciona.

Yo también recuerdo oír hablar de Evaristo, la señorita Felisa, jefa de cortadoras de Balenciaga, gran amiga de la familia y, por supuesto, Socorrito, a la que los niños Lombao llamamos la tía Coco.

Nos gustaría mucho contactar con usted. Nos ha encantado leer acerca de nuestra familia. Por favor, siga escribiendo.

Reciba un cordial saludo de toda la familia Lombao.