martes, 4 de octubre de 2011

Hablar, callar, escribir o no. Jugar con la materia y espacios aparentemente vacíos, el sonido o el silencio. Conjugar la luz con su ausencia.

Sin el silencio como contraste, no habría ni ruido ni música.

Por eso es tan difícil, llega a ser, cuando un privilegiado lo intenta, hasta obra de arte. Parece mentira, cuando vas leyendo pacíficamente un párrafo y encuentras la frase excepcional, poética, sencilla, expresiva. ¡Qué envidia!

Saber decir las cosas de tal modo que, a la par que inteligibles y sencillas, estén impregnadas de ese misterioso halo que sólo rodea las obras de arte.

La abuela de mi mujer no supo nunca explicar cómo lograba, mirando, apenas tocando, sin medir más que a ojo los ingredientes, la extraordinaria calidad de sus guisos, y Miguel Angel explicó en alguna memorable ocasión que la escultura estaba en el bloque de mármol o en el pedrusco y él no hacía más que quitar la materia sobrante.

Tuve amigos arquitectos que daban tanta importancia a los espacios en que o alrededor de que construían como a la parte material de su obra. Y me hechizaba mirar el boceto que pocos trazos hacían de su proyecto. Gaudí mismo, sólo diferenciaba su milagro retorciendo y dando inesperada forma a un remate, aprovechando un elemento indispensable para fingir adornos.

Esta naturalidad, me dijo un escritor, que parece fluidez, requiere muchas horas de pulir el lenguaje.

Personalmente, tengo algo de rústica condición al no corregir casi nunca, de tal modo que llevo las palabras y las frases como el río las piedras del cauce, a impulsos.

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