El viento, que es, decíamos de niños, aire en movimiento, viene siempre cargado de una energía que convierte al rozarse con personas, vegetales y cosas en sonidos de que yo siempre he dicho que junto con los demás sonidos de la naturaleza, es un eco de la voz del buen padre Dios, que habla sin cesar, pero cuya voz no seríamos capaces de soportar, por su inmensa intensidad, los humanos. Y esa energía mueve, entre otras cosas, palabras. Y si no son palabras articuladas, la sugerencia de ellas es tan evidente que siempre he dicho que prestando atención, pueden oírse, y con un poco más de atención, escucharse.
Hasta tal punto estoy convencido que en una ocasión publiqué un libro que titule “Palabras que mueve el viento”.
Cuando no se trabajan y entremezclan con experiencia e intervienen unos personajes que tú, posible autor, creas, o que ellos, como los de Pirandello, te buscan y encuentran, es decir, cuando nos limitamos a reescribir a nuestro modo y de acuerdo con nuestra subjetiva interpretación, esas palabras que mueve el viento, “sale” la poesía. Buena o mala, que ese es otro cantar y depende ya de un montón de condiciones y circunstancias, unas imputables a cualidades o falta de ellas, del autor, otras externas.
Novelar o contar cuentos o hasta fábulas de mayor o menos complejidad ya es cosa de celebrar constantes conciliábulos con los personajes, muchos de los cuales, a medida que se corporeizan en la cabeza del autor, adquieren una personalidad propia, se le enfrentan y escribir se convierte en un trabajoso ejercicio dialéctico, difícil de soportar, sobre todo para personalidades débiles, que, como tales, pretenden tiranizar a sus personajes, dominarlos y domesticarlos, uniformizarlos y convertirlos en clones del autor, limitados a decir lo mismo siempre, cuando más desde diferentes puntos de vista.
La poesía, tras de intentar un reflejo de la maravilla del sentimiento que al recibirla se experimenta, explora, hace preguntas, y, habitualmente falta de respuestas, expresa la desolación, la esperanza, la humillación, el dolor o la alegría del autor –en realidad lector e interprete- ante el entorno musical del ámbito del universo, azacaneado por el movimiento constante, errante, caótico e indeciso como la vida misma, de la hermosa gente, que es como un mar. ¿No habíais reparado en que la multitud de la hermosa gente –el impresionantemente acertado calificativo: “hermosa” es de William Saroyan, en “La Comedia humana”- es, en calma o airada, o iracunda, es como la de un mar?
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