El lehendakari vasco ha llevado, leo, convicciones equivalentes a las mías a Harvard, donde le han escuchado con atención. Cada vez son más los convencidos de que a la salida de nuestras turbulencias actuales habrá un panorama social y económico tan desconocido como lo que fueron encontrando los exploradores tras el sucesivo descubrimiento de los continentes lejanos. Y, cada cual por nuestro camino, a partir de la conclusión de que los nuevos grandes mercados de la aldea global hacen necesaria para competir en ellos la creación de grandes unidades económicas de producción diversificada, proponemos diferentes modos de tratar de lograrlo.
Somos todavía pocos, sin embargo, y aún la mayoría sigue empecinada en las soluciones provisionales, las medidas monetarias y los remiendos a cada vez más luces insuficientes. Permanecen los iluminados a que ofusca su ego y se empecinan en que ellos por sí solos pueden emprender caminos de caravana. Me atrevo a pronosticar que con los retrasos que provocan, podrían considerarse responsables de los conflictos sociales que suelen seguirse en la historia del empeño en no evolucionar según las necesidades de cada época.
Cada vez más gente manifiesta, en cada caso y grupo a su manera, la inquietud que provoca sentirse descolocado en un paisaje, en este caso un ámbito socioeconómico que paulatinamente va dibujando cada vez con mayor nitidez su perfil esencial y sus características circunstanciales.
Como contraste, me doy una vuelta hoy miércoles, día de nostálgico mercadillo comarcal por el de mi pueblo, con su churrería, las liquidaciones de saldos de zapatos, frutas variadas y los habituales subsaharianos que venden carteras y cartapacios, bolsas, relojes y gafas de sol, hierbas para cualquier clase de dolencia, flores y plantas, quesos de teta y jamones del país, guates, calcetines ya de lana, escarpines todavía, cascabeles, esquilones y madreñas, cestos y herramental.
De nostalgia, como de ilusión, también, pienso, se sobrevive.
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