Viene y zas, a cualquier edad, en cualquier momento, por ocupado que estés, proyectos que tengas y cosas que te queden por hacer. Steve Jobs tenía cincuenta y seis años. Estaba en esa parte de vida en que parece que el tiempo, clemente, se hubiera detenido y no pasan los años, nos sentimos en plenitud y capaces, todavía, de mover un poco el mundo, y capaces, por la experiencia que ya hemos adquirido, de moverlo en realidad, siquiera sea un chisquitín, que decía siempre mi madre, dejando así un punto o un asterisco en una de las páginas de su historia.
Lo que no es el caso de Jobs, que cada poco se subía a la tarima, todo vestido de negro, sonriente, y nos contaba lo que se había ocurrido para irle añadiendo trofeos a la manzana empezada a comer de su marca de empresa, su logo. Toda una serie de divertidos y encima útiles cacharros de que nos fuimos rodeando y que nos habíamos acostumbrado a esperar y, ahorrando de aquí y de allá, tratar de mudar cada año.
Ya se, hombre, que lo hacías para ganar dinero a costa de nuestro deslumbrado corazón de frikies hechizados, pero lo habías bien, con alegría y proporcionándonos, cada vez, un puñado de ilusión y otro de utilidad.
Desde este blog lejano, mi admiración, mi agradecimiento y una oración.
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