La trilogía de Deptford, de Robertson Davies, La vida nueva de Pedrito de Andía, de Rafel Sanchez Mazas, Homo Faber, de Max Frisch, Sparkembroke, de Charles Morgan, y ahora Yo confieso, de Jaume Cabré.
Libros todos que merece la pena releer. Despacio, recreándose en el deleite de estar en ellos y con ellos, unos autores y personajes inolvidables, unas prodigiosas aventuras humanas.
No quiero dejar a un lado las aventuras todas de Guillermo Brown, su Jumble y los proscritos, de Richmal Crompton.
Los repaso todos ahora mismo, mientras recorro por primera vez la obra de Jaume Cabré, que en seguida uno al tren, junto con Dino Buzatti y Juan Perucho, algunos pasajes de Jerome K. Jerome y muchos de Joan Butler.
La incansable, ahora cualidad perdida, porque cuando la vejez aprieta, doblados esos ochenta años que no sé dónde he leído que autorizaban, en la China imperial, a vestirse de amarillo, que era el color del emperador y nos otorgaban la condición de “venerables”, a pesar de lo que insisto porque es realmente incansable la voracidad del lector, y lo que pasa es que a medida que se hace uno viejo, tiene que descansar, pero de leer, no de seguir experimentando la voracidad, el anhelo de seguir leyendo.
Subo al desorden de una biblioteca sin orden ni concierto, paso la mano por el lomo a los libros alineados, dóciles, dentro de que reposan miles de aventureros que casi soy capaz de escuchar cómo, al saber, sentir que toco el libro, se excitan y preparan por si lo abro, que lo hago a veces y recorro, rebusco, recuerdo un pasaje, una frase afortunada, una aventura.
Afuera se nota, incluso engarzado en el calor inusual y el sol dubitativo e impropio de la época, que es otoño. Algunas flores y arbustos se desconciertan, dan los prados inesperados cortes de hierba, pero las hojas de los árboles insisten en irse poniendo el hábito ocre y desprenderse.
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