He ido completando cinco libros de versos. Demasiados. Cuando se escribe mucho, lo malo, que es siempre más probable que lo bueno, probablemente se multiplica. Tengo la ventaja de que no tengo pensado publicar, lo malo se queda, lo mismo que lo bueno, menos probable, se quedan conmigo ahí en la estantería. Parece un bazar –dice mi mujer, indecisa, con trapo del polvo y una brocha en las manos-. Y pasa de largo, dejando que el polvo se acumule sobre piedras, muñecos, una miniatura de un crucero del Camino, el león con cara de bueno que lleva escrito en la peana “soy una fiera”, varias hadas, un niño que tira una cometa, palmatorias, bolas, barquitos, fotografías, cada una con su epitafio, de nuestros perros muertos, el pequeño reloj con un pajarito de plata encima, dando de comer en el nido a su polluelo. Cinco libros se pierden, en ese tumulto, junto a sesudos libros y otros que se burlan, como Luciano de Crescenzo, de la seriedad excesiva del estudio en serio de la Filosofía.
La Filosofía, según mi conclusión, es la madre de todos los caminos que se dirigen hacia la sabiduría. Cualquier cosa que sepamos, creo que tiene la última punta de sus raíces en la Filosofía. Que, desde Zenón, en el fondo un humorista, tiene su gracia oculta entre los pliegues de las túnicas con que me imagino a Sócrates y su tertulia deambulando por los vericuetos, más que calles, de las ciudades de su tiempo.
Hay libros de poesía, también, de autores de verdad, poetas inmensos, y otros mediocres, y hasta alguno malo, pero que yo aprecio, también, porque creo que quien se esfuerza por hacernos saber lo que siente atrapado en el torbellino de este mundo, pro mal que lo haga, merece mi admiración, y mucho más, mi respeto. Y sesudos libros de ética, y preocupados y preocupantes de Hans Küng, y, muy cerca la colección de Harry Potter o los policíacos entrañables de Tony Hillerman.
No sigo, un pupurrí de sendas que se entrecruzan sin orden ni concierto, como he ido yo leyendo toda la vida, a trancas y barrancas, pica de aquí o de allá y por eso lo de haberme aficionado por igual a la paradoja y la digresión. Dos aficiones que salvan de la seriedad y el miedo que se sigue de la curiosidad por aprender, que te lleva a horizontes tantas veces amedrentadores. Mira que si fuese verdad lo que dice ése; o si fuese mentira lo que apunta este otro …
El sentido del humor, a través de las paradojas y las digresiones, es a veces la única tabla de salvación que te permite regresar a puerto, cobijarte de tu propio viento. En casi todos los puertos hay una taberna vieja –las describía de modo magistral Simenon-, y, en ella, un grupo de marineros sumidos en la soledad de sus recuerdos o agrupados en torno a su canción, en este caso, una habanera. Cantan muy mal, para cualquier oído musicalmente educado, pero lo hacen de un inimitable modo conmovedor, que eriza la piel del alma en carne viva. Cuando callan, el silencio, flotando en la dudosa semioscuridad de la atardecida, que perezosamente combate una bombilla empañada, queda polvillo de oro viejo patinado, que huele a mar y lejanías inalcanzables.
No hay comentarios:
Publicar un comentario