Alternativamente, eres, soy pieza y estorbo, es decir, voz y silencio, en medio de este privilegio de vivir que incluso pienso ha sido conferido a quienes mueren en el claustro materno, o apenas abandonado.
Me llamaron siempre la atención, el requerimiento del viejo Código civil, tan sabio, de vivir veinticuatro horas separado del claustro materno para alcanzar la condición de persona y el adagio latino, tan previsor de que el nasciturus pro jam nato habetur cuotiens de eius conmodis agitar, que más o menos, dicho en el román paladino en que suele el pueblo falar con su uecino, según Berceo, quiere decir que el que se presume que va a nacer se tendrá, caso de lograrse, por nacido, para cuanto durante el período desde la concepción hasta el nacimiento le habría favorecido jurídicamente de haber nacido ya.
Lo considero mientras, aún sobrecogido, considero el modo y las sinrazones por que se quitó la vida Emilio Salgari, de quien en mis tiempos todos ahorrábamos porciones del menguado peculio adolescente para ir leyendo las vicisitudes imaginativamente ocurridas a Sandokan, sus amigos y sus huestes, los Tigres de Mompracén, cuando no las de un chino en China o los tuareg del desierto.
Si bien, por otra parte, cabe considerar el suicidio como otro de los actos trascendentes, y trascendentales para el común, que puede tocarnos realizar, por más o por menos que lo entendamos y partiendo de nuevo de esa tremenda verdad de que nada de lo humano es ajeno a cualquiera de nosotros, los humanos, por mucho que nos diferencie nuestra peculiar condición de fortaleza, debilidad, agilidad o torpeza, físicas o intelectuales.
Sonrío, en este punto, al recordar la expresión de perpleja de un mi amigo, cuando le aseguré muy seriamente que para nada me fiaba de mí mismo, ni aún cuando pareciese estar seguro de alguna aseveración o alguna decisión, que siempre hemos de aceptar o de tomar como humanos que somos, cosa que sentirnos acorralados puede que incluso hagamos de modo deliberado para defendernos de algo o para lograrlo, a sabiendas posiblemente de que nuestra decisión no es la adecuada, ni mucho menos la debida.
¿Habrá alguien, me pregunto, que pueda asegurar que obró siempre con la debida rectitud y obedeciendo todas las reglas, morales y positivas, desde que tuvo uso de razón hasta cualquier otro momento de su vida? Nos consolamos pensando que la respuesta a esta pregunta es negativa. Que lo sea, justifica nuestra voluntad de creer.
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