Ha venido, como una llovizna, el otoño. Apenas parece que ayer estábamos esperando el verano con ese cierto temor de que el cambio climático nos agobie un poco más y nos pase como a los hielos del norte, que cada año se van un poco más arriba y más frágiles, y los del sur, que asimismo se van retirando y parece que hasta los presidentes de gobiernos más reacios están entrando en el umbral del temor, mientras otros insisten en que no pasa nada.
Siempre pagamos los mismos. Pasa como con el arte, la política, la música y demás. No somos lo suficientemente entendidos como para llegar a conclusiones acerca de las últimas razones, y, como consecuencia, pagamos en impuestos, en cansancios, en escepticismos muchas veces injustificados, que nos van royendo y corroyendo las esquinas del alma.
Es cosa de la ambición y de ese anhelante, babeante empeño de lograr la imposible felicidad, que no logramos llegar a entender que es, cuando más, como una rosa, tal vez menos, una camelia, puro efimerismo. Si aprendiésemos a conformarnos, es probable que fuésemos todo lo felices que pueden ser estas criaturas humanas que llamamos personas.
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