domingo, 20 de septiembre de 2009

Domingo, superada la mitad de setiembre. Enormes nubarrones oscuros se pasean con aire ceremonioso, dejando entre ellos asomos de azul pálido. Vienen anunciando el otoño. Se diría que lo traen en brazos, como si de un recién nacido se tratara. Con mil y un cuidados de que no le pase nada, a punto como está, a horas, de nacer. El perro remolonea en su lugar de habitual desahogo. Huele con profundo interés donde pienso que habrá estado alguna de sus perras habituales, de los vecinos. Ahora, en verano, con tanto turista y tanta mascota, los olores se le multiplican, supongo, y se advierte en él un mayor interés en el olisqueo de hierbas y esquinas. La tarde es plácida, apenas con una brisa que casi no mueve ni las hojas de humero, tan frágiles de pedúnculo como las de los álamos blancos. Huele vagamente a humo, que es tanto como decir a otoño. Sabe la boca a moras, cuando el aire se tiñe de este olor. Uno, bajo la sombra del campanario de la aldea, está, en una tarde como la de hoy, fuera del mundo real, en ese limbo que permanece entre la realidad y lo onírico. Una tercera categoría de mundos, un lugar privilegiado, una atalaya desde donde todo lo demás se antoja al observador algo que está ocurriendo en otra parte, a otras personas. Creo que esto debe ser análogo a lo que se siente o se presiente desde el medio del ojo del huracán, donde dicen que hay un lugar impresionante y a la vez sólo provisionalmente tranquilo. Una delicia para estar, pero a la vez, una esquina donde el miedo se espesa. Los miedos los espesan las soledades, los silencios, las oscuridades y las situaciones de aparente tranquilidad sosegada y lindante con nuestro concepto de felicidad. De cualquier modo, una pura delicia, una inmerecida pausa entre las inquietudes de vivir y de morir.

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