Somos vilanos en el viento, con la facultad de flotar, pero incapaces de dirigirnos más allá de los límites que nos condicionan. Y sin embargo, dentro de esos límites se halla comprendida toda la inconmensurable maravilla de vivir. Lo que nos ocurre –pienso- es que llevamos implantado en la naturaleza esencial la posibilidad que no acierto a saber quién, cómo y cuándo la implantó allí y por eso me aseguro a mí mismo que habrá sido el buen padre Dios, a la hora de la creación, de considerar posible una luz, una libertad, un amor, en definitiva, ilimitados.
La coincidencia en el tiempo y en el espacio nos proporciona oportunidad de auxiliarnos recíprocamente, y la paradoja que advierto esta mañana de otoño adelantado, con un perezoso sol apenas esforzado en matizar los ocres y los lívidos morados que juegan con los súbitos, casi insultantes amarillos del bosque, todos mezclados en el olor a humo, es la de que en lugar de hacerlo aprovechamos cada ocasión para desafiarnos, competir, intentar apoyarnos cada cual en el vecino para utilizarlo y si es posible sustituirlo en cada privilegio.
Concibo para el futuro del neorenacimiento que viene una sociedad que otorgue privilegios por merecimientos propios y desposea de ellos a quien ni siquiera sea capaz de perseverar en la razón o en el recuerdo de haberlos merecido, y me parece una prostitución de esta idea la de tener el impresentable propósito de sustituir a otros en sus honores aunque concurra la misma ausencia de razón de obtenerlos que justificaría arrebatárselos al injusto detentador anterior.
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