sábado, 12 de septiembre de 2009

Releo versos de hace treinta años y me resultan nuevos porque los versos los lleva y los trae el viento, se copian co la urgencia apremiante del caso y es imposible recordarlos. El viento mueve sin cesar las palabras y cuando componen un verso apenas hay tiempo de copiarlo sobre el papel. Confieso sin reparo que me gustan algunos de esos poemas de hace más de treinta años. No es ni soberbia ni presunción, dado que los versos y los poemas no son míos, cuando ni siquiera los recordaba, sino que son del viento del tiempo, que viene montado sobre el otro viento, con una especie de gran bandera o una estela como de cometa, ondeando al otro viento, aquel que definíamos cuando niños del cole como el aire en movimiento. El aire que se mueve lo conmueve todo, lo cambia, lo erosiona, lo transforma y lo hunde en el ocaso del olvido en que todo, que no en la mar, va a depositarse y desaparecer como si no hubiera existido, salvo que creamos en el buen padre Dios ante quien todo está simultánea y constantemente existiendo, siendo a la vez, que en eso debe consistir la eternidad de que provisionalmente vivimos expulsados consolándonos con copiar el eco de su armónica plenitud, que son las palabras, que componen los versos que mueve el viento.

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