martes, 8 de septiembre de 2009

Un virus humillante, que no se si es el mismo o un primo segundo del de la gripe del cerdo, antes de las gallinas, luego del abecedario, porque dondequiera que se cuelgue la denominación, aparecerá un contribuyente que se sienta herido, enojado o perjudicado por la referencia y nadie quiere que lo asocien con algo molesto, perjudicial, peligroso y en más de una ocasión hasta letal, por desgracia, como ocurre con esto de los virus, esos desconocidos que es probable que les pase lo que al átomo, por ser tan pequeños. Que supongo que todo el mundo sabe que nadie ha sido capaz, ni lo será por ahora, de saber cómo es un átomo, ya que al parecer, para verlo, hace falta iluminarlo con una luz de baja frecuencia y altísima intensidad, que, al tocarlo como es indispensable que haga para verlo, modifica un aspecto, inalcanzable por lo tanto en reposo y sin que nuestra humana curiosidad lo altere-

Bueno, pues un virus se ha aposentado en este entorno y la gente se ha puesto a correr en busca de los evacuatorios –si, eso mismo, los retretes, las letrinas-, con angustias, escurribandas y desastres por la pierna abajo. Humillante.

Es, la humanidad, capaz de enfrentarse, arma al brazo, contra sí misma y contra los animales mayores, pero está de antemano derrotada y en franca huída cuando la atacan estos minúsculos organismos vivos, capaces de mutar, endurecerse, defender su territorio y conquistas.

Este cuerpo vivo, sistema en que residimos, la cápsula del mundo, encerrado con su atmósfera en una confortable esquina de la galaxia, a la distancia más conveniente del sol, donde todo, sospecho que hasta el reino mineral, está de algún modo vivo, no está sólo en peligros siderales, sino que depende de la actividad de unos seres minúsculos, difícilmente visibles y que casi seguro no pueden ser calificados de malignos, en cuanto probablemente encargados de restablecer el orden general y la armonía que los mejor dotados, los más capaces, los dotados de inteligencia más desarrollada, con tanta negligencia permitimos que se descompongan.

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