sábado, 26 de septiembre de 2009

A mi lo que me importa es la literatura y lo que además me interesa es la exploración de mis propios entresijos personales, la escatología personal que me atañe. Lo demás es algo con mayor o peor fortuna para entretener, sin más, sin mejor propósito, y no me interesa –vino a decir-. El pobre, en su olimpo, ¿una sucursal del antiquísimo concepto del limbo?, se ha quedado solo y medita con profundidad en el entorno del dedo índice, tal vez el dedo corazón, de su existencia o no y en los debidos por qué adicionales.

¿Será ésa, en efecto, la única buena literatura? ¿Somos todos los demás unos invasores, que nos limitamos a hacer mal uso de las palabras? Tendríamos que deponer las armas, bajar cabizbajos a las playas, abandonar las cabezas de puente, marcharnos, de nuevo a casa, todos, con el buen Ulises, pero sin estorbar su recuerdo del deber cumplido al engañar a los defensores de Troya y ganar aquella tan cruenta guerra que acabó con protagonista y antagonista, con Paris y con Aquiles, total para nada, puesto que la mujer envejece y cada amor se acaba y no merecía la pena tamaño alboroto, salvo como motivo de la buena literatura que envuelve cada parábola, la inmensa paradoja del vivir colectivo de lo que llamamos los católicos la comunión de los santos, que integra a tantos que lo son sólo vocacionalmente. Y ya estamos de nuevo en la encrucijada que rompió el primer Renacimiento, ya a la puerta de otro, y habrá siempre varios, uno al principio de la salida de las crisis de crecimiento social, cada cierto número, imprevisible, de generaciones perdidas en una conversación banal, cuando haya muchos que suponen que la facultad de hablar no tiene otra última razón que la de intercomunicarse trascendentalmente. Y nos quedará siempre la duda de si decir: te quiero, cuando nos enamoramos, enardecemos, encalabrinamos, será o no una comunicación trascendental o la banal noticia de que han pasado una nube, una gaviota o una golondrina. O como cuando decimos que hay ya una rosa, en el jardín, como si cada rosa no fuese un paso del invisible segundero que mide no sé si lo que va o lo que nos queda o es solo un tic, vecino del tac, misteriosa sonda que hundimos en el vientre del tiempo para tratar de averiguar de una puñetera vez en qué consiste, por si sabiéndolo fuera posible apresurarlo, detenerlo o pararlo sin que ocurriesen cosas horribles.

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