miércoles, 2 de septiembre de 2009

Hay gente que llama por teléfono y gruñe.
-¿Decía usted?
Vuelve a gruñir, pones atención y con suerte, a poco, tienes una especie de resumen más o menos indicativo de lo que quiere la persona en cuestión. Te despides, pero sigue gruñendo.
Será, digo yo, algo equivalente, y desde luego ininteligible, a una cordial despedida.

Se advierte, nada más asomar por cualquier ventana, que el verano se ha hecho viejo y caduco, se arropa de nubarrones apelmazados y grisoscuros y el aire se adivina, ya antes de abrirla, que está mucho más frío que ayer desde que lo agita una brisilla que viene del norte nordeste. El perro no entiende ni de fríos ni de garambainas.
-¿Vamos a salir o qué?
Saldremos.

En la acera, aparcados con sus enormes culos brillantes sobre la raya amarilla de la prohibición de hacerlo y ocupando media acera, los coches. Cada vez hay más. Todavía me acuerdo de cuando no eran bastantes para cubrir la longitud de la ribera del río. Ahora entran por todas partes, lo ocupan y pisotean casi todo, y, desde luego, cuanto no se halla protegido por algún obstáculo insalvable para ellos.

Grazna una oca en el llerón del río porque se le ha acercado un cormorán, que ni la mira. El a lo suyo, que es tratar de comerse cuantos alevines pueda de las truchas. En seguida, la oca se enfada aún más porque su dueño ha dejado bajar al río a un perro grande, lanudo, que disfruta mojándose para luego sacudirse el pelo con violencia.

Busco en el periódico a que había enviado un artículo, que tampoco me publican. O lo hago mal o no interesa lo que digo o no interesa decirlo. Bueno, en realidad no escribo para nadie y por otra parte necesito hacerlo porque si no, me ahogarían las palabras. Tal vez sea mejor así. Solos el papel y yo, y ese lector casual que pasaba por el blog y se da de bruces con mi soliloquio.

También está el cocker. Cuando escribo en el Mac se mete debajo de la mesa y sólo rebulle de vez en cuando. El cocker tiene unas manchas blancas alrededor de los ojos que le dan aspecto, unas veces de que lleva antifaz y otras de que lleva el ceño fruncido, pero no. Si le hablo largo y seguido se desconcierta y tuerce un poco la cabeza como si pusiera en duda la utilidad práctica de tantas palabras. El y yo sabemos que nunca escribe más largo y en más prolijo un letrado que cuando dispone de pocos y poco convincentes argumentos de defensa de los intereses de su cliente.

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