miércoles, 9 de septiembre de 2009

La música, como un bálsamo, dulcifica el contacto de la piel con el aire, que, disfrazado, de nada, nos rodea lleno de minúsculas partículas, y, gracias a ella, a la música, somos a veces capaces de tolerar el recuerdo de que no sólo nacimos para vivir, sino también para morir y la previsión de que es probable que hayamos nacido y moriremos para algo más, desde aquí inimaginable.

Me pregunto cómo es posible que persista la escasa parte de humanidad que integran nuestros mandamases en sus reiterados, inexplicables proyectos, intentos y propósitos de enfrentarnos unos con otros o con otras personas de distintos grupos sociales, cuando tan fácil nos resulta a nosotros, la gente de a pie, relacionarnos con esos otros, nuestros semejantes, que siempre hay alguien dispuesto a tratar de convencernos de que son nuestros enemigos.

Se juntan y constituyen grupos que blindan, definen y defienden como enemigos de los demás grupos, todos enfrascados en lograr el poder y permanecer en él incluso cuando les faltan ideas para mejorar la convivencia y descubren, supongo que con horror, que las que tuvieron están haciendo la imprescindible convivencia más difícil cada día y desde luego, más difícil en paz.

Lo ideal sería que esos grupos se considerasen permeables y estuvieran dispuestos a interrelacionarse y permitirse ensayar las soluciones ideadas por sus miembros, todos empeñados de la mejor fe en procurar el equilibrio de la convivencia por lo menos educada y, preferentemente, amical-

Pierde mucha gente ingeniosa el tiempo miserablemente –nunca mejor dicho-, empeñada en revelar y hacer resaltar los defectos de los demás, cuando debería usar de su capacidad en intentar restañar las eventuales heridas del cuerpo social y tratar de que cicatrizasen en la convivencia.

La convivencia es una constante llamada a la paz, una voluntad firme de implantar sobre todo la paz, la libertad y la justicia. Y quienes atentan contra ella por la vía de denigrar a otros, deberían ser considerados incapaces de ocupar puestos de responsabilidad, gobierno, representación o asesoramiento de quienes tengan las responsabilidades de mando o representación.

Un mando y una representación que deberían ser cargas tan pesadas que quienes los ostentasen deberían estar deseando dejarlos a cargo de otros, en vez de defenderlos como sedes de privilegio y disfrute.

Hoy, en el arranque todavía de sus orígenes, pero sin duda en el siglo XXI después de Cristo, me sorprende, maravilla, y horroriza escuchar a una señora ministra que alardea públicamente de que justo no sé si estos días, estos meses o estos años, se haya superado en España la barrera de que por lo menos la mitad de la población disponga de certificado de estudios primarios. Tal vez esta noticia tenga algo que ver con las restantes digresiones previas de este día.

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