lunes, 28 de septiembre de 2009

Balamos, gregarios, los corderos, pero sale el pastor, con su caña y su lanza, su flauta y los perros y dice, para tranquilizarnos, que está inventando un elixir mágico, hecho al parecer, según radio macuto, bulos y correveidiles, de polvo de ladrillo, alcohol de noventa y pis de vaca, a partes iguales, con un yogur y pizca de levadura, para que la cosa levante; un elixir dulzón, útil para ahuyentar, en su caso exterminar, a los lobos y dar en cambio de comer a los corderos hambrientos, por lo menos hasta que escampe la hambruna, que va para largo, aquí en la meseta, donde la palomera de los vientos y las ruinas viejas, de castillos antiguos donde los humanos dirimieron las escaramuzas galantes del medievo. No es nueva la idea de trasmutar los cantos del río en oro, ni la de fabricar billetes de los grandes en una máquina de aspecto fascinante, con manivela para facilitar la labor y a partir del papel de estraza, ecológico, para mayor aprovechamiento del conjunto. Otrora venían los vendedores de feria, con los lectores de los pliegos de cordel y los trileros de la esquinita del naipe doblada para tentación de nuestras incautas ambiciones; los vendedores de feria vendían la panacea, útil, como las improvisaciones de nuestro héroe, el pastor, lo mismo para remediar definitivamente un roto cualquiera que para rehilvanar cualquier descosido de nuestros entresijos y articulaciones de aldeanos sencillos.

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