A una hormiga podrá –digo yo- ocurrírsele subir a lo más alto de un árbol. Ignoro cuáles pueden ser los mecanismos biológicos que la impulsarían, en su caso, a hacerlo y si se dará cuenta de que la subida puede ser el equivalente de una peregrinación, un camino iniciático.
La hormiga tendrá –supongo- a lo largo de su trabajoso camino -¿o no será para ella tan trabajoso como a mí me parece?-, momentos de exaltación y tentaciones de regreso. También puede ocurrir que al ser tan pequeña en relación con algunos árboles, en el supuesto de que haya elegido para realizar esta hazaña uno excepcionalmente grueso, la hormiga puede suponer que sigue caminando sobre la tierra y que ésta que hace no es más que otra exploración rutinaria en busca de comida que incorporar a las reservas del hormiguero.
De todos modos, a medida que suba, se hará posible y cada vez más probable que elija al azar una rama, cuanto más alta más delgada, al final de la cual estará lo que para la hormiga podría parecer el final del camino y el milagro de un extenso paisaje.
Tal vez –podría pensar la hormiga- éste sea el paraíso. Porque me atrevo a suponer que la capacidad visual de la hormiga no llegará a la posibilidad de abarcar la extensión y las dimensiones del paisaje, cuanto más arriba más amplio. Verá, supongo, que el camino se ha acabado y que más allá hay una explosión, mezcla de espacio y luz.
Tendrá entonces que tomar una decisión. ¿Toman, las hormigas, decisiones o se dejar ir según el dictado de un instinto que los humanos llevamos sepultado en el subconsciente?
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