martes, 29 de septiembre de 2009

Desde lejos, la ciudad no es más que un montón de recuerdos. Luego llegas y se aglomera la gente alrededor unos de otros, se apilan las palabras, se multiplican los gestos, en definitiva, hierve la humanidad. Aprovecho los semáforos para comprobar que también somos mayor número los feos, igual que lo somos, para decirlo con la mayor suavidad posible, los menos avispados, y a continuación se me ocurre preguntarme si la humanidad sería mejor o peor en supuesto de que fuera al revés y hubiese más genios que mediocres o que incluso tontos redondos –los tontos, decía aquel inolvidable amigo que ya se fue al otro lado, son redondos cuando no hay por dónde cogerlos-.

La ciudad es como si te comiese, cuando llegas. Me siento absorbido por un remolino, que en seguida me incluye con la mayor indiferencia en su cadena nutricia. Mientras estoy en la ciudad, tengo un vago temor de que me digiera y expulse con desdén los residuos, si es que quedan restos o reliquias. (Leo no sé dónde que somos una sociedad aficionada a las reliquias. Y puede que sea cierto. En algún relicario de un antiguo monasterio, durante la visita “guiada”, nos enseñaron el relicario, lleno hasta los topes de reliquias grandes y pequeñas, encerradas en ampollas o en cápsulas de cristal, plata y oro, alineadas o apiladas, en estanterías desde el suelo hasta el alto techo, todo brillando rodeado de velas, cirios, hachones y lámparas. Un turista extranjero farfullaba al así como que debía haber habido un tiempo en que se descuartizaba a los buenos para repartir huesos y porciones grandes y pequeñas, huesos, piel y hasta uñas)

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