Cada cual sobrevive como buenamente puede. Dicen que los napolitanos inventaron su tarantela para sudar y así sobrevivir al tarantismo, especie de baile de san Vito provocado por la picadura de la tarántula.
Otros corremos, precipitados, y aquello de que huíamos nos sorprende saliéndonos al paso por secretos atajos que imagina la buena o la mala suerte a que achacamos nuestras mudanzas de la al final equilibrada que se nos depara como cauce –“nuestras vidas son los ríos …”-, y por eso los filósofos no corren. Suelen ser contemplativos de las cosas que pasan. Nos las cuentan y ni siquiera somos, a veces, capaces de reconocerlas como una historia, que, contada por nosotros, viene siempre trufada de inexactitudes más o menos deliberadas.
Otro día de sol y primavera. Malo para el que sufre, bueno para los que disfrutan. Por cierto, cada día más divertido el giro de la expresión idiomática que considera retóricamente correcto dirigirse al auditorio, a los contertulios, con esa especie de muletilla que comprende a ambos sexos, tal vez para acostumbrarse a derrochar esmero en el cumplimiento de la ley de igualdades, que, a todo más, es ley de equivalencias, porque, a Dios gracias, hombres y mujeres, sin la menor duda equivalentes, seguiremos siendo deliciosamente diferentes y perfectamente diferenciados en nuestra turbulenta complementariedad, tan, por otra parte, sugerente, sugestiva, inefable.
Releo un ensayo de Joseph Pérez y me asomo a otro de García Cárcel. Me baño de estudios históricos para aliviar la imaginación tras de un par de policíacas, una gótica y la abrumadora prosa de Cabré, tan deslumbrante y minuciosa.
Viajo a la capital pequeña y me sorprende la violencia con que un supuesto mendigo me exige que alivie su supuesto estado de necesidad. Me preocupa. Algo está pasando para que cosas como ésta le puedan ocurrir a cualquiera a plena luz del día y en calles céntricas de cualquier ciudad de tamaño medio, donde todavía la gente se conoce y saluda al cruzarse.
No hay comentarios:
Publicar un comentario