Ignorar lo que está ocurriendo del otro lado del mundo puede ser bueno o malo. Para un viejo, un jubilado o un soñador, como para un tonto, un niño o un poeta, por diversas razones para cada uno, es una omisión misericordiosa.
Las noticias del otro lado del mundo, que está por cierto a la vuelta de cualquier esquina, suelen ser malas. Las buenas, decía el viejo periodista, no son noticias, y, cuando lo son, incluso entonces pueden dar lugar a maldad. Por ejemplo, cuando te dicen que a no sabes quién le ha tocado un desmesurado premio de alguna clase y se encienden todas las mechas de la envidia. La envidia es amarilla, insidiosa y malintencionada.
Hay que procurar estar preparado para las buenas noticias. Si llega alguna, tenemos que acostumbrarnos a pensar que debemos alegrarnos y mucho de que alguien, en algún lugar, haya tenido suerte y por esa o por cualquier otra causa haya recibido una extraordinaria alegría.
Debe procurar contagiarse la alegría como solemos hacer con los virus y las tristezas.
Empuja, hoy que llega la primavera a las seis de la tarde, a las dieciocho horas, no sé cuántos minutos y algunos segundos, dijo ayer pomposo, erudito y petulante un locutor, precisamente hoy, empuja el invierno la carretilla del frío.
He de repartirlo, parece decir un tanto azarado: no me lo puedo llevar conmigo; se me pudriría, con los calores que vienen, antes del año que viene.
Trae un frío nuevo cada año. El de éste fue escaso, pero arañaba los bronquios y los pulmones, preferentemente a niños y vejestorios. Un invierno engañoso, eso es lo que fue, y ahora cierra la tienda con este ramalazo que no esperaba nadie y veremos si no contagia a la loca de la primavera, que ya sabemos que es como es, más que primavera, prima loca. Turbulenta. Hace descarados mohines al invierno que se fue y al verano que viene.
Tengo un amigo payaso que cuando se acerca y llega la primavera, se pone mucho más triste y cómo será el peligro que entraña que Casona tuvo que escribir aquello de “prohibido suicidarse en primavera”. Hay también un “diccionario de suicidas”. Se me ocurre que el suicidio es el punto de contacto, allá en su respectiva radicalización, de dos contrarios, el miedo y el valor, que al mezclarse exaltados producen la explosión de la razón y así el fracaso personal del suicida, que, al morir fuera de tiempo, al atravesar el espejo cuando todavía no se le esperaba, es probable que tenga mucha mayor dificultad para descubrir los caminos de acceso a dondequiera que deba ir a parar.
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