sábado, 17 de marzo de 2012

Como si quisiera dejar a ultima hora cumplida a medias, que ni siquiera, su trabajo del año, nos trajo esta mañana el invierno un chisquitín de lluvia, casi ni orbayo, humedad apenas concretada en unas lágrimas pluviales que flotan en el aire, indecisas si caer o limitarse a mojarnos la cara como quien da un beso sin tocar, de los de los saludos de ahora.

¿De dónde habrá salido la astuta idea, ya pícara costumbre, de chucharse con las mujeres en vez de darse la mano o hacer el reverencioso ademán de acercarse como a besar, si a cubierto, el dorso de sus manos?

Ya había sido un logro prescindir de la carabina, supongo que con apoyo en la necesidad de disponer para tenerla de permiso de armas, para el reconocimiento del terreno propio de aquellas casi siempre honestas relaciones prenupciales. Ahora, por lo que veo alrededor, lo difícil debe ser salvar la honestidad, cuando ambos sexos me da la impresión, así, a simple vista, de que compiten en el brío del asalto de la fortaleza del otro, su asedio, la audacia de los golpes de mano.

-Y tú, me preguntan, desde tu atalaya de los ochenta y más, casi tres, ¿qué opinas?

No puedo opinar. Nadie entiende del todo lo que ocurre más allá de su tiempo. Nadie puede sufrir o gozar de las circunstancias de lo que está pasando en el campo de juego, cuando ya se ha convertido en espectador.

Los mirones, decíamos durante la partida de dominó de cuando había jugadores y se fumaba después de comer, son de mármol, excusado es decir que por lo de su deber de callar posibles sugerencias relacionadas con la partida, y dan tabaco.

El tabaco estuvo también racionado. Si llegabas a una mayor edad que se alcanzaba a los veintiuno, te daban una cartilla de que en el estanco te iban arrancando cupones para darte unos paquetes de pitillos o de picadura, según lo que hubiera. Dar tabaco era un acto de generosidad evidente. En las vías del metro de la gran ciudad, siendo ya estudiante yo de Derecho, recolectaban los colilleros con un ladrillo ensalivado amarrado con una cuerda, colillas para reciclar. No llegaban a costar una peseta ni las novelas policíacas que publicaba Editorial Molino, ni sus publicaciones de los Hombres Audaces, que eran cuatro, como las esquinitas de la cama y los puntos cardinales: Doc Savage, La Sombra, Billa Barnes y Pete Rice. Un tomo de obras completas, publicado por Aguilar, andaba por los cuarenta duros. ¿Quién tenía, de estudiante de posguerra, cuarenta duros disponibles?

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