Despierta primero un ojo, el otro, hundido en la almohada, sigue soñando y la cabeza se parte en dos, que uno lo alumbra el parpadeo del despertador y el otro sigue a flor del agua de lo onírico. El despertador se mete en el sueño o es éste el que lo abarca a aquél y se acaba entremezclando la amanecida con los restos de noche dispersos por la habitación, flotantes. La “dudosa luz del día”, con los jirones desgarrados del miedo nocturno.
Permanece, haciendo juego, el sol, embozado con una niebla amarillenta. No amenaza lluvia, es un antifaz de cansancios antiguos, el que se ha puesto el sol esta mañana. Estará, digo yo, avergonzado de sus estornudos de estos últimos días, esas que llaman tormentas solares, cuyas vaharadas dicen que silencian a los orgullosos satélites que flotan a nuestro alrededor y hacen fotografías, como los turistas, y proporcionan ecos sorprendentes de comunicaciones que tartamudean cuando el sol eructa llamaradas de exceso de energía. Cosa de la primavera. Adolescente como es, fiérvei el unto, que decían las viejecitas beatas, comino de la misa primera cuando las había, misa y viejecitas.
Juegan al ajedrez, unos, y al poquer, otros, los estados de la improbable confederación europea, se hacen fintas, se engañan. Por fortuna, nuestro presidente es ahora un gallego y ya sabéis que dicen que no es posible adivinar si suben o bajan, cuando te los cruzas en el descansillo de la escalera. ¿Saldrán, los españoles, de ésta? –le preguntan- ¿e logo? –“responde” él-. Lo de responder, tratándose de un gallego, o incluso de un asturiano occidental, que nos parecemos. es un decir.
Cuentan y no acaban, los expertos, que si la inflación, que si el ipecé. Los únicos que saben de inflación, deflación, crecimiento o ipecés son las amas de casa, varones o hembras, cuando cada fin de semana saldan sus mínimas cuentas de resultados, y cada vez hay que tironear más para intentar que lleguen la manta o el edredón al nivel del pescuezo.
Martes y trece. Y supersticiones para todos los gustos. Unos dicen que es la combinación más suertuda posible, otros que nos acecha el peligro. El mero hecho de vivir, pienso, entraña el peligro de desvivir. No hace falta esforzarse, como recomendaba el filósofo de las exageraciones, para “vivir peligrosamente”.
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