Las gatas de mi niñez se llamaban Zapaquilda. Nos contaban que “Zapaquilda, la bella, era gata doncella” y hubo una canción, la del “señor don Gato”, marramamiaum miau, miau. “Estaba el señor don Gato –decía- sentado en su silla de oro”. Hubo un tiempo, supongo que el equivalente de un siglo de oro de los gatos, en que pululaban por la ladera del monte de la Fuñal, ahí mismito, detrás de mi casa, donde los arces, los laureles, las artadas y los mirlos, y donde resucitó, allá por los años sesenta, el ferrocarril estratégico que había soñado la dictadura de Primo de Rivera.
Luego vinieron malos tiempos en que parodiando lo de dar gato por liebre, un casi coetáneo mío invitaba con cierta frecuencia a sus amigos a comer empanada de conejo y para confeccionarla llegó –decían- a sacrificar al lustroso gato de su casa, con grave disgusto e indignación de su madre -la del anfitrión cazador, no la del gato-.
Buena la ha armado doña Brígitte, supongo que diminutivo hipocorístico de doña Brígida, con la carta que le mandó al alcalde de Oviedo, en defensa de los gatos al borde del abismo que el señor regidor trataba de reducir a la hambruna.
En nuestra literatura, doña Brígida es siempre la dueña de doña Inés “del alma mía, luz de donde el sol la toma”, según don Juan, ese, que dice don Gregorio, sospechoso de ser fácilmente conquistable, y no conquistador, como mentían las crónicas. Aquí, la dueña, lo que es, defensora a ultranza de los gatos, una especie de superwoman internacional, que, desde la rive gauche del Sena de los bateaux mouches, le sobra jurisdicción para meter en varas al señor Alcalde Mayor de Vetusta, allá abajo, en la Tierra del Véspero.
Los gatos, provistos de adalid, sabedores del hecho e ilustrados por gente de la época respecto de las atractivas magnificencias de doña Brígida cuando estaba en el proscenio de su mejor época cinematográfica, envalentonados además por el gentío, que se apresuró a echarse a la calle con gaita, indignación, pancartas y tambor, no dudaron en cruzar a deshora territorio comanche, y dice el periódico de esta mañana que cayeron dos, que hubieron de recoger, perdidas ya las siete sendas vidas, los servicios municipales de limpieza.
Héroes anónimos, sin lazo ni cascabel, probablemente incluso sin nombre.
Mejor no decirle nada a la adorable Brigitte. Que no sufra. Este no fue caso de gaticidio deliberado. Cosa, ya se sabe, de la implacable guerra que el Frankenstein automovilístico de las infinitas cabezas tiene desde hace tanto declarada a los humanos. Démosles, si acaso, a título póstumo, otros dos nombres clásicos de su especie: Micifuz y Zapirón, los mismos que “se comieron un capón, en un asado metido …”
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