miércoles, 28 de marzo de 2012

Las respuestas se van disolviendo en melancolía. Al fin y al cabo, la melancolía es como un alivio para la tristeza, que sería la niebla. La melancolía es como haber encontrado, donde la niebla era más vaporosa, unas manos capaces de caricia y ávidas de hacerlas.

La melancolía es como el beso que te da una mujer hermosa antes de irse definitivamente.

Lo que queda, una especie de poso, del recuerdo de cuanto podría haber sido en otro caso. Que no por eso deja de ser improbable, pero la verosimilitud, al fin y al cabo, no es sino otra ilusión.

Para alguna otra ballena, ésta varada en la playa, ya a medio comer por las carroñeras, puede haber sido atractiva. Hay algo, seguro, una especie de amor, que es el instinto, un deseo de aparearse, como les pasa a los perros y los gatos en celo, que se buscan desesperadamente. Otro algo, sin embargo, puede que la vejez, un ultrasonido, cualquier paso cerca de un inmenso petrolero, mataron estas no sé cuántas toneladas de ballena ahora inertes sobre el pedregal anejo a la playa.

Me acuerdo de cuando en el Colegio Mayor probamos la carne de ballena cocinada de oído, sin libro de instrucciones. Me parece estar viendo las fuentes, con trozos de ballena y galletas de posguerra con los ecos resonando aún, de las bombas de entonces, todavía inocentes de la barbarie nuclear. Tenía, aquel cocimiento, un extraño sabor entre la carne, el pescado y la gutapercha. Las galletas, por añadidura, aquel día, habían salido como piedras y saltaban del plato, al tratar de partirlas, como miniaturas de platillos volantes.

Dicen que habrá huelga, mañana jueves. Podría ser un buen día para cortarle al blog las alas, acallarlo y echarlo al rincón de las ballenas varadas o al de los elefantes dormidos.

¡Estúpido que soy!, hasta para cortarle las alas a mi criatura me la imagino desmesurada en relación con su tamaño real, que estará, como mucho, entre la hormiga común, esa que mayoritariamente trajina en la hilera nutricia del hormiguero y el escarabajo de la patata o el cogollín del rey, rabiquín de escoba. He de pensarlo. Al fin y al cabo, hace muchos, muchos años, no sé si recuerdo o me imagino que escribía para mí solo, en unos cuadernos con tapas de imitación de hule negro. Cuando se escribe para uno mismo, para uno solo, para quien escribe en secreto, las palabras se hacen íntimas y conviene irlas quemando, apenas dichas, para reconvertirlas al humo que fueron y que las disperse el viento, traducidas a su idioma de roces y chasquidos.

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