En unos versos memorables, se pregunta Jon Juaristi si nuestros padres nos engañaron. Pienso que no. Creo que nos dijeron “sus” mejores verdades, con la mayor sinceridad y su mejor voluntad, y que, como suele ocurrir, venían impregnadas de la mendacidad que se sigue de no saber bastante.
El refrán dice que en la duda nos abstengamos, pero un amigo me contó que su jefe le dijo siempre que en la duda, lo que había, era que estudiar más.
Y ni siquiera eso es imputable a nuestros padres, que estoy seguro que estudiaron todo lo que pudieron y con la mejor intención, pero, sobre ser la verdad escurridiza, incluso cuando se trata de al provisional y parcial verdad a que en cada generación podemos aproximarnos, toda una multitud, cada vez más numerosa y más especializada, se esfuerza en atraernos hacia las verdades, asimismo cargadas de mentira, de quienes les pagar por hacerlo.
No nos engañaron. Nos engaña nuestra sempiterna tentación de dar las cosas por hechas y tener por cierta, suficiente y definitiva cada aproximación que a una supuesta verdad logramos.
Como suele pasar con cuanto es humano, la convicción de estar en posesión de una verdad es un equilibrio inestable, que debe revisarse todos los días y varias veces cada día.
Porque, cada día, hay muchos, rebuscando, comprobando, criticando los linderos de las verdades de los demás y comparándolas y contrastándolas con unas u otras piedras de toque. Y si no estamos atentos, cada confrontación con una verdad ajena nos irritará, ofuscara y no permitirá hacer la serena comparación con las nuestras que las verdades de otros merecen.
Cuando el otro viene de mala fe, para desmontarle el sofisma, cuando de buena, para acercarnos, apoyados en la controversia, a otra aproximación mayor y mejor hacia el límite de nuestras comunes posibilidades generacionales.
Hay casos, prodigiosas personas, que incluso son capaces de echar una mirada un poco más allá de lo previsible para una época determinada. Son los ingenios y los genios, son unos pocos en cada caravana de cada espacio y cada tiempo. Están ahí para que los demás nos sintamos provocados por la audacia de sus descubrimientos y nos esforcemos otro poco y la sabiduría nos vaya pareciendo cada vez algo más apetecible, luminoso y satisfactorio.
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