Hubo, según dicen, un tiempo en que el Mediterráneo fue el ombligo de los tiempos nuevos.
Había venido de oriente una ráfaga de su cultura ya milenaria y se quedó, embelesada, o tal ven enredada, en las islas griegas, donde los siete sabios la atraparon, manipularon, modelaron y reconvirtieron.
Los romanos cuadricularon páginas y páginas de aquella cultura y le aplicaron el torniquete del Derecho, y para dulcificar tanto rigor, nació Jesús en Belén.
Dios mismo, el buen padre Dios vino a estarse, siendo uno de nosotros, en este desbarajuste humano. Y nosotros mismos, la gente, representada por los más sabios, los más privilegiados, al condenarlo y matarlo, nos matamos, de un manotazo, para que a lo largo del tiempo hubiera, sin cesar una semana oscura, pero luminosa, contradictoria, de muerte y resurrección, al final esperanza, con una consigna: que os améis, puesto que he pagado vuestras deudas todas, pendientes.
Cuando el ombligo de la civilización fue el Mare Nostrum y primero Atenas, luego Roma, y por un momento casi Cartago, fueron las claves del mundo occidental.
Porque había otros mundo de que apenas sabemos, unos más viejos que otros, cada uno con sus búsquedas y sus obsesiones, desde lo más complicado del espiritualismo oriental hasta el panteísmo de los pieles rojas del hermano árbol, la hermana montaña y el gran Manitú, pero nuestra cultura, con sus contraculturas a cuestas, atravesó los mares, se abrazó a los bárbaros, como una yedra y somos lo que somos, ahora tres hilachas, Roma, Atenas y las vapuleadas tribus del país del Véspero, donde acababa, pero no era así, el mundo, en Finisterre, o en san Andrés de Teixido, tal vez.
La Europa más pobre.
Esa mezcla de recuerdos y ensueños.
En el cofre que cerraron y enterraron moros, moriscos y judíos, de acuerdo con los cristianos viejos, por una vez y allí se quedó la primera piedra de la cimentación de Babel, traída de su peregrinación por los freires del Temple, un estuche octogonal, que la memoria histórica confundió para siempre con el Santo Grial.
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