Todavía, y ya tengo muy cerca de ochenta y tres años, me encienden la sangre, los tunos, cuando pasan, y las bandas de Nueva Orleans que atraviesan la calle con su música dislocada. Todavía me quema la sangre que haya tanto odio pendiente, cuando el amor nos llama y grita por lo menos tanto y tanta sangre venosa y sucia, circule e inunde las arterias sociales porque cuatro energúmenos se empeñen.
Me cabrea, cuando ya debería tal vez estar criando malvas y amapolas, que cada día esté gente en la calle gritándole a Pilatos que crucifique al amor en la cima de la montaña de las sombras más espesas. Unos en nombre del orden y el concierto y otros diciendo que lo bueno es el carpe diem del caos, y, juntos, intentando arrimar el ascua a su respectivo puñado de espinas de lo que fue cardumen de suculento bocarte, ribeteado ya entonces de hambrientos delfines.
Mala la hubimos el día que se inventó el uso de la violencia para doblegar y domesticar la salvaje tendencia humana de permanecer asilvestrado en una jungla de ilusiones de convivir con los otros, tan parecidos, necesitados y anhelantes de amar y ser amados.
No sé a quién, hace mucho, se le ocurrió aquello de que la letra con sangre entraba y desde ese nefasto día, se empeñan unos u otros en tratar de educarnos a los demás según sus reglas aunque no coincidan con nuestras legítimas aspiraciones.
Magnifica hazaña, la de la humanidad, que a pesar de todo, sobrevive.
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