¿Transmigración? ¿Por qué no imaginarla? Al fin y al cabo, la prodigiosa economía del universo autoriza a suponer que las minúsculas partículas en que puede subdividirse la materia cuando algo muere, se reconstruyen con arreglo a una diferente arquitectura a que se incorpora la energía vital, el alma inconcebible, que nadie ha podido localizar y mucho menos de algún modo sentir con alguno de nuestros cinco sentidos oficiales.
El sexto es perfectamente consciente de que hay seres vivos, de que formamos parte, y muerte, cuando se aparta esa energía, el alma, que mantuvo de modo más o menos, pero siempre efímero, su provisional cohesión.
Tal vez haya alguna de mis partículas estado en un dinosaurio.
O formado parte de ese polvo de estrellas en que dice Sagan que consistimos.
Una estrella, muda, de mar, o un viejo tiburón varado en una desconocida y de momento inaccesible playa lejana, cuyos restos devoraron carroñeras, basureras de la mar, unas gaviotas ya hace mucho capotadas también. Por cierto ¿dónde van a morir las gaviotas?
¿Habrá, como dicen las viejas leyendas subsaharianas que los hay de elefantes, cementerios de gaviotas? Los elefantes se separan del rebaño y van, más o menos renqueantes, hacia cada desconocido revoltijo de colmillos y osamentas. Puede que las gaviotas bajen planeando a un oquedal del acantilado donde estuvo su nido, el refugio. Las aves no tienen luz en las ventanas. Vienen, se aparean, regurgitan para criar las crías alborotadoras.
En la ladera del monte, en un laurel, tiene su nido una urraca, lo descubrió un gato asilvestrado y fue digna de verse la contienda, entre el gato terco, asido en equilibrio a la rama, y la urraca dándole pasada en defensa de su nidada. Desistió, al fin, tal vez aburrido, el gato. ¿Habrá dicho, como la vulpeja de la fábula, que le parecían verdes?
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