El tablado de la antigua farsa, dramatizada campos de fútbol adelante por unas decenas, tal vez docenas, de … ¿cómo llamarles? Confieso que no acierto, porque malas personas no creo que sean y de tontos se advierte en seguida que no tienen ni un pelo. Ahí están, forrándose y pidiendo, y logrando, más y más, incluso en épocas como ésta, de carencias y miserias. Ahora nos callamos, ahora hablamos. Y todo un gentío esperando, para aplaudir o silbotear con ruidoso entusiasmo, para bracear o piafar, con la ira a flor de piel.
Una película radicalmente maniquea, de integralmente buenos y malos, que son unos u otros, según se mire desde la perspectiva de un lado o de otro de sus respectivos fans.
Y cada vez se nota más que la ira ablanda mayor número de cerebros y son más fuertes y peligrosas las tarascadas y los vituperios, más ominosos los silencios, mayor el caudal que se juega y se necesita para seguir jugando cada vez que se gana o se pierde cada resto en un envite apasionado.
Fútbol es fútbol, dicen los coleccionistas y los sociólogos. Y en medio, cada vez se ve que más implicados, los árbitros, que deberían ser objetivos, imparciales, exquisitamente inalterables, pero como son humanos tienen que demostrar lo que deberían ser, es decir, prácticamente invisibles, pasar desapercibidos. Si no fuera que su humana condición los incita a demostrar que son todo lo que deberían ser y eso los constituye en protagonistas de su propia película, olvidándose a veces incluso de la del partido que están o deberían estar arbitrando, pero se convierte, a fuerza de tratar ellos de ser los mejores, en una pelea en un barrizal, una agarradiella, un tumulto, un correquetepillo caótico.
Tratan de analizar, en milésimas de segundo, lo que escucharon que cada crítico más o menos sagaz, osado y banal, opina de las cada vez más cosas que debe tener en cuenta en un instante un buen árbitro ideal para que cada supuesto o no fuera de juego no se convierta en polémica y cada córner pueda continuar siendo una impune pelea tabernaria donde ocurre de todo, desde el abrazo hasta el pisotón, desde la agarrada hasta el puñetazo. Y claro, se les embrollan las prisas con las ideas y los buenos propósitos y con la necesidad de demostrar su por otra parte siempre concurrente buena voluntad de hacerlo lo mejor posible. Y pasa lo que pasa.
Al final, cada partido de fútbol se convierte en media docena de partidos: el que se juega en el campo, el que rejuegan los entrenadores en la rueda posterior, el que calientan en las ruedas previas, el que maquinan con su pizarra, el que provocan hurgándole en el subconsciente al árbitro, dejándole allí un subliminal campo de minas, los que amargan a los directivos y los que los directivos juegan atrapando euros en diversos manejos, sin duda lícitos, pero tal vez ilegítimos, tendiendo en cuenta que el fútbol, además de ser fútbol, no es nada más que un juego que sólo hasta cierto punto debería apasionar, sin posibilidad de complicar tantas vidas con tantos miles de millones puestos sobre el verde del prado.
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