Produce, la lluvia, melancolía. Cualquiera de los especialistas en contar historias que ni sucedieron nunca ni llegaron a ser leyenda, como Cunqueiro, como Borges, como Juan Perucho, contaría cómo en días de orbayo algún rey de un país inexistente o una imaginada princesa, sintieron desmayarse como una damisela posromántica su imaginación, apoyados en el alféizar de sus respectivos ventanales, con la frente pegada al cristal, escuchando el crepitar apenas audible de la lluvia.
Alternativas de sol y sombra, al paso de soplidos súbitos de un viento asmático. Nubes henchidas de agua, tras de bruñir el cielo, ennegrecidas de cenizas de estrellas.
Discreto y callado, como era, observador como buen fotógrafo, paciente, casi invisible, él lo veía casi todo y lo contaba mediante fotografías de esa realidad que constantemente se escapa. Hablo de un amigo que se llamaba Pepe Vélez y ha muerto sin hacer ruido, como le gustaba andar por entre los más trascendentales acontecimientos como si no estuviera. Hay gente como él, insustituible por más que haya quien aseguro que no hay nadie que lo sea de verdad. Echaré de menos a Vélez dondequiera que vaya, porque ´le siempre estaba. El buen padre Dios, espero, lo habrá recibido ya. A mí, la última vez que estuve con él, no se me ocurrió que pudiera llegar a faltarnos así y no se me ocurrió despedirme más que como siempre, hasta la próxima. Ahora será ya, la próxima, del otro lado del espejo. Hoy le dedico un abrazo y una oración.
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