Me pregunto si fue primero la música o la palabra. Opino que la música, porque está en la naturaleza. La hacen las fuentes, el agua viva del río, el viento al rozarse con cualquier cosa. Hizo falta, para entenderse mejor, modular los sonidos, domesticarlos, formar las palabras, que concretan a cada situación la mucho más expresiva capacidad de la música para decir un sentimiento.
Por eso, donde las palabras no llegan en prosa, se acude a la poesía, que las exalta, y cuando la poesía se revela insuficiente, regresamos a la música. Hay seres excepcionales, por ejemplo García Lorca, que alcanza la posibilidad de imprimir en las palabras utilizadas en un poema la musicalidad que suena sobre todo en sus romances.
Alguien ha dicho ayer en algún telediario que hoy, sobre las seis de la tarde, es decir, dentro de unas siete horas, llegará, tan loca como siempre, cargada de maletas, bultos y paquetes, la primavera, que, como anuncio, nos lleva casi un mes desparramando margaritas por los prados y tirando de los brotes verdes, más altos, todavía tiernos, del limonero del patio que mi mujer ha convertido en un pequeño jardín donde logra calas y rosas, margaritas, azaleas, lirios y geranios. El limonero está atrás, donde ahora le da poco el sol y pareció, cuando hicieron la casa de al lado, que se enfadaba e iba a dejar de dar limones, pero no. Los limoneros, apunto en mi agenda, no son rencorosos.
Al lado de la escalera hay unas margaritas tirando a malva que se abren y se cierran según la luz o que llueva o no. Yo en cambio pongo unos cacharros con alpiste y me los desprecian los gorriones, las lavanderas y los mirlos del escayal de la ladera del monte, los verderones, los jilgueros y hasta la pareja de urracas que tiene su nido en la laurela. Hace tiempo, probé con nidos artificiales, de madera y paja, pero tampoco quisieron nada conmigo. Sólo unas golondrinas, accedieron estos últimos años a cobijar su nido bajo el alar del tejado. Y han vuelto, que me gusta verlas correr, la familia entera de las lagartijas de cada verano, permanecen las arañas de siempre y parece que hemos logrado erradicar a los caracoles que se comían con tantísima fruición las hojas de los acantos.
Imposible lograr que sobreviva una buganvilla. Ya se secaron como media docena. Siempre me han gustado las casas semivestidas de hiedra. Por la parte de atrás, junto a la ladera, hemos puesto un banco de madera para aprovechar la sombra en verano, ahora que hay estos agobiantes veranos podridos de humedad durante que hay días que parece que se respira mermelada de aire y se suda en cuanto se sale del agua. La sombra huele a limones. Los limones juegan a esconderse casi entre las hojas. Mi mujer ha plantado un muro de hortensias, que, año tras año, han ido perdiendo color.
Es solo un rincón, pero cerrando los ojos puedes imaginar un jardín. Me gustan los jardines, pero no por las flores, que también, sino por sus posibles rincones donde es posible refugiarse a jugar con la imaginación, la memoria y la razón. La razón es menos propensa que la traviesa imaginación. la memoria, inexorable, nos traza la línea de puntos de nuestros errores. ¿Por qué, si en teoría somos animales racionales, no puede nuestra vida haber seguido la traza neta y limpia de una línea desnuda? ¿Por qué estos quiebros, fallos, fracasos?¿por qué estas roturas con nosotros mismos?
Un rincón donde se deja entrar a la memoria, de pronto, puede convertirse en un sótano inquisitorial, donde oscuros verdugos y sayones de mirada triste nos devuelven al miedo nocturno de los niños.
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