Contigo, Asturias, pan y cebolla. Será lo que nos quede, cuando entre los hunos y los del otro lado se reinstalen, si lo consiguen, los de siempre, se supone, yo temo suponer, pero supongo que parecidos a los que se fueron con sus respectivos proyectos donde llevan los perros el rabo cuando los dominas y reprendes.
Dicen y no acaban, los enamorados, de las excelencias del pan y la cebolla proverbiales para alcanzar por lo menos el lindero de la por lo menos apariencia de felicidad.
¿Rellenas? Aquí en Asturias, en determinadas zonas, valles, comarcas, las cebollas son cebolles rellenes, exquisitas por cierto, y en otras, los que son como las cebollas son los habitantes, que tienen capas, como ellas, y las vas quitando y siempre hay otra dentro, como las muñecas rusas, de modo que es difícil saber cual es su meollo, puede que una duda, que es lo más sabio que se conoce: sólo sé que no sé nada. Tampoco es para tanto, que algo, por más equivocado que estés, necesitas hacer pensar que sabes para ir tirando.
Y cabe, todavía cabe hoy, a poco más de una semana de la ocasión, que tengamos la brillante ocurrencia de acertar con lo que deberíamos hacer para intentar salir de este embrollo.
-¿La crisis?
En realidad, ya no es una crisis. Se trata de una convalecencia con evidente riesgo de recaída. Suele ser mala, cualquier enfermedad que pegue dos veces. Habíamos asomado la cabeza, todavía en un mundo de sueños, pero aún nadamos al alcance de los remeros, tentados como bogan de pegarnos con los remos en la cabeza.
Pan, cebolla … Riesgo de recaer en el maíz, boroña y farrapes. Papas, chentas o pulientas, para que nadie se queje de falta de libertad. El maíz y les fabes, además de su indudable atractivo turístico, sólo comparable a lo de tirar la sidra, que provoca la admirada estupefacción de los guiris, serán nuestros últimos recursos, junto con el pito de caleya y el jamón de gochu del país, criado con las tradicionales “aguas”.
Venían aquellas vieyinas de largo faldamento y pañuelo rojo en la cabeza, a recoger, por el fin de semana, las “aguas” de sus veceros, para criar el gochu. Venían las lecheras, con sus cántaras. Tuve un compañero de estudios que desde una rendija de su balcón, con el tirachinas, acertaba gran número de veces, alternativamente, en las pantorrillas de las lecheras o en sus cántaras. Las despertaba, es probable, de su fábula.
Espero y confío que habrá día en que todos nosotros seamos capaces de romper las cáscara de tanta fábula como nos recitan.
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