lunes, 30 de abril de 2012


Consecuencia de que el dinero no sea elástico es la de que no podamos disponer de más sanidad, más enseñanza ni más investigación que las que podamos comprar con la riqueza que podamos generar.

El gobierno, ningún gobierno, genera directamente riqueza. La hace la sociedad, el cuerpo social, con sus esfuerzos, físicos y mentales. El gobierno organiza, representa, pero no gana dinero, que es cosa de las empresas que sepamos construir la gente, usted, yo, el otro y la de más allá.

No puede imputarse a ningún gobierno que ni tengamos la posibilidad de mantener una sanidad, una enseñanza o una investigación de primera clase, si no tenemos con qué pagarlas.

Estoy seguro de que Rajoy, como hizo Rodríguez Zapatero en su día, hace cuanto sabe y puede para tratar de proporcionar una España más cómoda, rica y feliz para el mayor número posible de españoles e inmigrantes. No hay, sin embargo, más medios que los que hay y la única diferencia está en el modo de administrarlos.

Si ese modo consiste en administrar de veras lo que hay, cabe esperanza de sobrevivir con dignidad, si consiste en tratar de administrar lo que no hay, a la más o menos larga, quebraremos y rehacerse será más difícil, más largo y con mayor sufrimiento.

No vale de nada patalear, echarse a la calle, mudar de gobierno como quien muda de postura. Lo útil es determinar la propia capacidad, ajustar el comportamiento, el modo de vida, a los medios de que se dispone y en seguida tratar de mejorarlos, aprovechando medios, capacidad, inventiva, a fuerza de una tenaz paciencia. A medida que mejoren las posibilidades, ir mejorando el modo de vida de cada grupo social.

Es sencillo y fácil de entender. Es como una familia. Todos lo hicimos, en este complicado asunto de vivir, y empezamos sin coche, sin vivienda. Contigo, dijimos un día, pan y cebolla

No teníamos entonces ni seguridad social ni seguro de accidentes ni siquiera un salario fijo y periódico.

Ahora, antes de casarse, los recién empleados necesitan el coche de lujo, la vivienda de precio multimillonario y un montón de costosos apechuques más, a que nosotros llegábamos casi viejecitos o no llegamos nunca.


domingo, 29 de abril de 2012


Me parece grotesco, no es más que un punto de vista, pero es el mío, que se impute a los bancos por acción o por omisión la culpa de que la economía vaya como va. No son culpables.

Los vascos están deseando volver a su negocio habitual, que es por otra parte el que mejor manejan y conocen, de arrendarnos nuestro propio dinero, es decir prestárnoslo intercambiando el de los que lo tienen y los que lo necesitan, cobrando su parte por ello.

Procurarán siempre que se lo prestemos a ellos barato y cobrárnoslo a nosotros lo más caro posible. No podemos quejarnos. Nosotros, la sociedad de que formamos parte, es la inventora de los bancos.

Y como ocurre siempre, el invento de los bancos como redistribuidores de la utilidad del dinero, fue un brillante y beneficioso invento, pero con su correspondiente parte oscura.

Pero esa es otra historia. A lo que íbamos era a que no son los bancos los que deben prestar dinero a troche y moche, hacen muy bien en seleccionar en estos tiempos de agua turbia, de entre la multitud de utopías y timos encubiertos, que mezclados con proyectos de buena fe, pero inviables, llueven sobre la mesa de las comisiones y consejos de quienes deciden si prestar o no un dinero que siempre es nuestro, o por vía de habérselo confiado directamente al banco para que lo administre y nos proporcione parte de su rendimiento o por vía de utilización de fondos procedentes del erario de todos.

La culpa de lo que ocurre corresponde a quienes pudiendo hacerlo, se niegan a agruparse en grandes unidades económicas, compuestas por asociaciones empresariales de producción diversificada con mando y representación únicos, que nos las que con probabilidades de éxito pueden salir a competir en los mercados.

Esas son a las que los bancos están deseando prestar el dinero, pero no al cien por cien de la inversión, sino a porcentajes de cooperación que, siendo suficientes, sean además previsiblemente amortizables con arreglo a proyectos económicamente razonables por su asimismo previsible rendimiento y viabilidad.

Esos grandes grupos empresariales, serán la única base posible para generar una red de pymes complementarias y de profesionales y autónomos que las asesoren, defiendan, investiguen, prospecciones e innoven para ellas sin cesar, no necesariamente con logros espectaculares, pero sí con la imprescindible paciente tenacidad.

Lo demás, no son más que ganas de rodar en el estéril vacío del tiovivo o en el no menos estéril cansancio del laberinto. En busca de chivos expiatorios que nos rediman de una culpa que nos concierne.

sábado, 28 de abril de 2012


A medida que se ensancha la herida, crece, afecta a más, me refiero a esta herida socioeconómica que habíamos dejado enconarse con la desnortada esperanza de que o el tiempo o nuestra hada madrina colectiva nos la curase una noche, a poder ser mientras durmiésemos, por ensalmo secreto, más de nosotros gemimos que estábamos equivocados, que mejor como antes.

Todo tiempo pasado, dice una mentira que con frecuencia se repite, fue mejor, pero en este caso, la tela, llevada al límite de su elasticidad, estaba a punto de romperse.

Yo no sé en qué cabeza cupo que podríamos sobrevivir con la triste convicción de que iba a haber siempre quien trabajase por nosotros, cuantos más fijosdalgos, mejor, que ya pagarían impuestos los pecheros o trabajarían los ilotas de turno, charnegos, maquetos, chuetas, manguelos y en último término, chinos, que para eso hay tantos, estaban tal lejos y decían que se contentaban con una bola de arroz, o emigrantes, mejor sin papeles, para que presintieran, a la hora de reivindicar, la famosa espada colgando sobre su cabeza del precario hilo de la denuncia a quien correspondiera.

Cada vez estoy más convencido, y allá quien piense otra cosa, que es muy dueño, de que este mundo y esta vida son lugar de convivencia y de que fracasa quien se aparta como los apestados o los elefantes locos, a pasarla mirándose el ombligo, y, sólo a su través, la realidad de las cosas.

Hay que reconcentrarse primero y luego inventar, crear y crecer. Es la convicción generalizada, el discurso político correcto, pero … y aquí está el quid, que se reconcentre el vecino, que inventen ellos, que trabajen otros, y nosotros nos subiremos al carro, exigiremos nuestros derechos, una instalación adecuada a ese famoso estado del bienestar, que “entre todos” nos habremos ganado y todos felices. Lo contaban ya del viejo convento: que dice el padre prior que bajemos al huerto, que trabajéis, y, llegada que se la hora, que subamos a comer. Y Noel Clarasó, en sus máximas y observaciones de Blas contaba de aquel ciudadano espabilado que decía lo de que le encantaba hasta tal punto el trabajo que no podía vivir sin ver trabajar.

Lo “nuestro” es importante, es lo que no puede recortarse, cuando hay tanto que recortar y tantos a quienes debería recortarse. Cierto, pero se dispersan, ocultan, disimulan y se escaquean de tal y tan eficaz modo que ni Diógenes, con su linterna, los encuentra y falla la vieja canción marinera de que de poco valía que te escondieras por debajo de la lancha, puesto que yo, con mi vigilancia, te encontraría en un pispás.

viernes, 27 de abril de 2012


Cada cual se desquicia a su manera y ninguno da el brazo a torcer, de modo que la cosa, cualquiera que sea, no tendrá solución, formará un bucle de sinsentidos, se perderá en atajos que son cul de sac de un laberinto a que nos trajeron pasados errores sin cuento.

Entre otros, la manipulación de cerebros.

Hay un sinfín de manipuladores profesionales, que saben cómo se hace pero ignoran el alcance de cada intervención. Mueven las preferencias de la gente como quien aplica medicamentos a un enfermo al azar, prescindiendo de los eventuales efectos secundarios del fármaco mal usado.

No sabemos muy bien cómo funcionan las autovías y las carreteras secundarias del cerebro humano, y, con lo poco aprendido, unos cuantos audaces se han puesto a maniobrar para regularizar una circulación cuyas reglas, posibilidades y consecuencias ignoran. Y ha llegado, en mi opinión, el momento en que la gente, desconcertada y en cierto modo atemorizada por las consecuencias empíricas de sus propios actos, se está empezando a refugiar bajo la precaria techumbre del escepticismo.

Y no sabe nadie lo que va a pasar porque entre aplicación de aforismos y la de supuestos axiomas y repetidas consignas, ha perdido sensibilidad en las yemas de los dedos del sentido común, y, desconcertados, cortamos por lo sano de empezar a sospechar que “lo nuestro” no tiene remedio.

A fuerza de tratar de forzarnos a ir por las falsillas, corremos el peligro de haber caído en la incapacidad de pensar por nosotros mismos y en las adicionales de empezar a temer ser incapaces de expresar de palabra o por escrito lo que pensamos o lo que ambicionamos.

Nos han dicho estos puñeteros iluminados tantas veces que estábamos equivocados y que lo suyo era lo que deberíamos creer también nosotros, que en cada cosa que pensamos y de pronto también en las que nos dicen está encerrado el gato de la duda.

Hace mucho ya opinaba, y ahora se me confirma, que a fuerza de mentirnos los unos a los otros, estábamos llegando a los umbrales, tal vez ahora a los letreros ya de “centro ciudad” de una confusión babélica en que lo que se dice no es lo que se dice en realidad, sino lo que podría querer el interlocutor que se dijera, sin llegar a decirlo y desde luego para en ningún caso ser fieles a lo dicho.

No es un trabalenguas. Es el resultado de tener miedo a la libertad, que denunció bien claro Erich Fromm, desde un lado y nos explicaba desde otro mi inolvidable catedrático de Civil, parte general, don Federico de Castro.

jueves, 26 de abril de 2012


Tierra, ésta, de pocos amigos y controversia fácil, donde tenemos desmedida afición a considerarnos todos los mejores y resulta que casi nunca lo demostramos luego, que una cosa es predicar y otra dar trigo, decía siempre mi abuelo Emilio.

Casi ninguno de nosotros puede jugar en equipo y no porque no sepa, sino porque como somos los mejores, ¿cómo se le ocurre al otro que vamos a colaborar con él? ¿cómo no comprende que quien debe colaborar es él y no al revés?

No se ha educado a una evidente mayoría a solidarizarse, y en cambio casi todos aprendimos ya desde el día que nos apeamos de la cuna lo singulares, especiales, diferentes que somos del vecino de más cerca, puesto ahí para secundarnos y ayudar y apoyarnos en el progreso que sin la menor duda merecemos.

Incluso cuando se habla de bandoleros, se advierte que no hubo de verdad cuadrillas, sino líderes de grupos. No se cita a la cuadrilla del Fulano, sino a Fulano, bandolero singular de la serranía, a que acompañaban unos cuantos innominados. Y hay que ver lo que cuesta a los entrenadores de fútbol enseñar a sus pupilos a pasar el balón cuando cerca de la portería haya otro mejor colocado.

Somos, cuando más, colaboradores ocasionales, ojo avizor de levantarnos con la poltrona y el cabás, en cuanto se descuide ese jefe que es que te digo –comentamos con nuestros confidentes- que no sabe dónde tiene al mano derecha. Individuos conocí, que, nada más entrar como aprendices en una empresa, ya empezaban a hacer sugerencias para mejorar su funcionamiento.

España y yo somos así, señora … solía concluir con gran regocijo del público un conocido charlista.

Nos va a costar esa idea, imprescindible de entender, a mi modesto juicio, lo de que si no asociamos ideas, esfuerzos y empresas, jamás seremos capaces de competir en un mercado de las dimensiones de los que hay en la plaza mayor del mundo. Algunos nos hemos pasado muchos años comprobando que nadie quiere asociarse sin previa seguridad de que tendrá el mando y la representación del conjunto. Justo en esta época de lobos y de leones, acostumbrados a acechar y cazar en grupo jerarquizado, nos asemejamos más a los orgullosos e independientes gatos, que se juntan, como mucho, hacia febrero, exclusivamente para lo que se juntan en el concierto del tejado de al lado.

miércoles, 25 de abril de 2012


Mejor así. A careta quitada y mirada al descubierto. Cada oveja con su pareja y la que no tenga, sola.

De uno u otro modo, no cabrá detenerse y Asturias y los asturianos seguirán, seguiremos nuestro camino, caleya o lo que nos quede.

La mirada que apenas de soslayo nos dedican desde la capital grande del Estado, me recuerda la versión árabe de la batalla de Covadonga, el desprecio del bueno de Muza por aquellos cuarenta asnos salvajes que habían huido, llindiados por un tal Pelayo, a los vericuetos de la montaña.

Vendrán, que nunca se fueron del todo, los que se habían ido rezongando. Curioso. Es éste un país donde los responsables, que deberían agradecer el abandono simultáneo de trabajo y la responsabilidad consiguiente, se marchan siempre rezongando, prometiendo volver en seguida, preparándose ya para quemarle la sangre al nuevo –debe ser una especie de novatada- e iniciar de inmediato la más o menos larga marcha del regreso.

Me atrevo a pronosticar que en este caso y ocasión van a ver lo que es bueno.

Porque lo suyo, por definición, es repartir la riqueza acumulada durante los septenios de vacas gordas, y aquí, hoy, ahora, las vacas han ido enflaqueciendo, diría si no me llamasen derrotista que hasta la anorexia vacuna más evidente.

Cuando llegan momentos como éste, de echar cuentas a la baja, se necesitan, además del sentido social ese que invocan, fuentes o remansos de riqueza. Los remansos andan más que flojos y las fuentes, que aquí fueron hace mucho las empresas públicas y hasta hace poco la indemnizaciones de sus prejubilados, están secándose.

No quedan más que imaginación, investigación, esfuerzo y tiempo, por ese orden. Y el tiempo, camino que recorrer o torrentera que nos irá atravesando desde el principio hasta el final del proceso, será inclemente, duro. Y menos mal, si a alguien se le ocurre en algún momento hacer el boceto de un proyecto, un mapa, un plan que nos abarque y esperance.

Al final, lo que nos espera, de momento impredecible, serán sin duda más dificultades. Este en que vivimos es un mundo, esta en que sobrevivimos es una vida, ambos llenos de sorpresas y dificultades acerca de que la pobre gente que somos teoriza sin parar, o, alternativamente, critica que se teorice y al hacerlo incurre, por medio de algún ilustre pensador, en la paradoja de estar teorizando respecto de una supuestamente estéril inutilidad de teorizar.

martes, 24 de abril de 2012


Moverse excluye la paz, la tranquilidad, la seguridad. Cuanto está en movimiento corre algún peligro. La paz, como cuanto sabemos los humanos, no es más que un concepto relativo, una tendencia definible, pero inalcanzable.

Este asunto de vivir es una residencia en el colegio mayor de la frontera de todas las dudas, las provisionalidades, un lugar en el tiempo, donde todo está siempre cambiando, más o menos perceptiblemente.

Es lo que tiene el tiempo, que lo diferencia de la eternidad. El tiempo se escapa sin cesar, la eternidad no tiene antes ni después, es siempre lo que llamamos ahora, que no existe, puesto que al acabar de decir la palabra, ahora ya es otros ahora fugaz, que tampoco da tiempo a decirlo.

El tiempo, que ha hechizado a tantos filósofos y tantos pensadores, incluso desconcierta a la gente como usted y yo, que ni filósofos ni pensadores, carece de forma y las tiene todas. Gira, de improviso, en cualquier dirección. Pienso que hay ocasiones en que, como en aquella comedia de Priestley –otro autor hechizado por el tiempo- se equivoca al coger los rollos de la película y pone el de mañana antes que el de ayer. La comedia era, a pesar de todo, inteligible. Cosa que podría ser prueba de que el tiempo a veces mueve su inexistente forma al revés y se produce el desenlace antes de preceder la trama.

Ahora mismo, estos días, es evidente que estamos disfrutando de los rigores que deberían haberse producido durante el invierno pasado, y no ahora, casi en mayo.

Leo, divertido, la última novela de Eduardo Mendoza, la del asunto de la bolsa o la vida, pero ahora la diversión viene impregnada de tristezas porque las cosas que pasan son divertidamente tremendas y hay una constante transgresión del sentido común, que sobrevive retorciéndose sobre sí mismo y saliendo de cauce. Como cuando el viejo chino sabio del relato corrige a Confucio para dar salida a la confusa complicación de vivir tanto trastrueque de las cosas que pasan y los conceptos que se pulverizan y reconstruyen clonando objetos para multiplicar lo efímero del disfrute de su precaria consistencia y pasajero valor estético.

Rebusco y releo fragmentos de las memorias de Boadella y de Steiner, ambos personajes transitivos y sensibles, pero ¡con qué recuerdos tan diferentes de su paso por el mismo valle de lágrimas que es el mundo. ¿Es cada estadio cultural de una parte del mundo, otro mundo? ¿Somos nosotros los alienígenas de nuestros semejantes con que lindamos o con que coincidimos en el tiempo y en el espacio?

El recurso populista de la calle, para reconvertir la supuesta democracia en otra cosa, método que mi contertulio refiere como un apretón más del cinturón de la demagogia sobre la anoréxica cintura de la oclocracia, se ha empezado a sugerir por quienes sólo admiten la validez del sistema cuando y si favorece a sus propósitos e intereses.

En la calle, como cantaba Chavela Vargas con aquella voz desgarrada, tú y yo juntos, somos muchos más que dos. La calle es un altavoz que multiplica, asombra, asusta, sobre todo a quienes, como yo, somos pusilánimes. Pocos centenares, parecen en la calle miles y se pueden pasar sobre ellos los multiplicadores de costumbre para que parezcan centenares de millar y hasta cerca o más de un millón.

El ejército, formado y armado, parece siempre invencible, erizado de banderas, impecable, disciplinado.

Lo que pasa es que siempre cabe que haya otro ejército, más o menos brillante, pero más práctico, más astuto o más y mejor armado, capaz de infligir al tuyo, a los nuestros, que siempre nos parecen los buenos, una tremenda, horrible derrota.

Nada peor que un ejército que regresa vencido del frente de combate, de la batalla, del error, una vez más, de pensar que la violencia, más o menos cruenta, pude arreglar algo, generar algo que no sea afán de revancha, y, como consecuencia, mayor violencia, que casi siempre acaba donde acaba.

Sacar una masa a la calle, cuando se te acabaron los argumentos, es y será siempre, hasta el fin de los tiempos, un error que acabarás pagando, por más que te parezca que venciste. No hiciste más que amedrentar provisional y transitoriamente al otro, que así se habrá hecho más valeroso y tal vez más fuerte, como los animales heridos y acosados.

lunes, 23 de abril de 2012


Nadie echa en falta lo que no ha existido. Si acaso, algún privilegiado, imagina la posibilidad, desdibujada como una sonrisa que se apunta sin serlo todavía, la difusa imagen de lo que se desearía como la esperanza de agua viva en un sequedal.

Sospechas, como yo, que si no hubiéramos  existido, nadie nos echaría de menos ahora mismo.

Cada eslabón de una cadena desconoce para qué sirve su razón de ser: la cadena de que forma parte.

Puede que sea el más apasionante misterio de la humanidad: ¿cómo? ¿por qué? ¿para qué? ¿Qué pinto yo en esta palomera?

Niebla de algodón mojado de primavera. Acoquina este inesperado frío húmedo de mayo. Desconcierta que la esperanza de Francia se asome hacia el precipicio de la izquierda a la vez que la esperanza de España mira al fondo del abismo de la derecha.

Hay un funámbulo, que, con los ojos cerrados, bien apuñado el barrote del equilibrio, flota, más que atreverse a pisar, sobre la oscilante precariedad de la cuerda floja.

-¿Qué tiene que ver …?
-No sé, pero coincide ¿no es verdad? Y hay quien no cree en las coincidencias ni en las casualidades. ¿Acaso no has leído que allá en el lejano oeste se han desatado y pululan varios tornados a la vez?

Acojámonos a la esperanza -¿dijiste acojonémonos o acongojémonos?-, atrapados como nos sentimos en la encrucijada del cambio de época -¿una mutación del modo de ser humano?-, cada vez menos convencidos de que sea posible que no nos ahogue la evidente convulsión, confusión, de los más sabios. Se ve en seguida que improvisan, y se adivina que no saben qué decirnos, cómo irnos convenciendo de que hay salidas de este laberinto a que nos trajo su estúpida ambición de abandonarnos a nuestra mala suerte para añadir probabilidades a la buena suya.

Carpe diem –copió literalmente Whitman-, y cada cual se atecha –dicen en mi tierra- en el caramanchón de más cerca, con este diluvio que está cayendo, que ayer leí lo de que ya hay economistas, sesudos, serios, confortablemente instalados en su observatorio que opinan que saliéndose del euro y rebajando el valor de lo que tienen esos –es decir, nosotros- todos podríamos –es decir, los de siempre-, salvar los trastos e instalarnos,  es decir, reinstalarse unos pocos, recién salidos del arca de nuevo, en el continente todavía innominado del siempre incierto futuro.

Lo nuestro habrían sido “daños colaterales”. 

domingo, 22 de abril de 2012

Cuando fuimos chavalería, nos contaban sus añoranzas los mayores hablándonos de cómo había sido todo “antes de le guerra”, y crecimos, y llegaron otros a mayores y nos contaban y no acababan de “cuando la guerra”, y por fin, cuando estábamos a punto de madurez, nos explicaron que todo era así porque era y estábamos “después de la guerra”.

 La guerra fue para nosotros una referencia, un punto de mira, una perspectiva, una realidad, que nos absorbió y condicionó a todos de manera decisiva.

 Ya no se habla de la guerra. Se cita como punto de apoyo para mover a sentimientos anacrónicos que permanecen de lo que fueron pasiones desatadas.

Se olvidan las miserias, el apasionado terror, la sangre, el sudor y las lágrimas que recitó aquel inglés, de que decían que era insoportable, pero recio y oportuno, cuando, como ahora mismo, el mundo estuvo otra vez a punto de ahogarse en palabras.

 Las palabras acabarán con nosotros cualquier día.

Son armas mucho más peligrosas que esas que llaman de destrucción masiva, y nadie sabe con exactitud cómo ni quién las maneja en origen y distribuye entre tantos como las malbaratan ni dónde están los arsenales secretos de las consignas que las inspiran, los acuíferos de que brota su alfaguara.

 Parece imposible trasmitir experiencia. Puede que cada generación necesite fabricarse la suya y que no se pueda salvarla. Vuelvo a mi cita preferida de Charles Morgan, que más o menos refería que ni se podía salvar a un hombre de genio ni a una mujer hermosa porque ambos son como un velero desgobernado a que marea y vientos arrastran contra un acantilado desde que un espectador los contempla sin posibilidad de intervención ni ayuda. Las palabras, oportunamente dichas, pueden destruir, asolar.

 Las palabras pueden matarte de dolor o de placer. Si; el placer también mata. Puede vaciarte de ilusión, hacerte creer que ya llegaste a donde ibas, cosa que nunca es cierta, y convertirte en árbol ya inmóvil entre el viento o en peñasco que bate la mar.

 Cada día, en algún rincón de algún periódico, hay alguna terrible palabra, agazapada, al acecho, que podría matarte sin dejar el menor rastro. Y lo peor de todo el asunto es que quien la escribió, estoy casi seguro de que lo hizo sin mala intención. Recuerdo una vez, hace muchos años, que se juzgaba a un extraño, solitario, pensativo muchacho a quien había denunciado la Guardia civil porque lo había encontrado en lo alto de una ladera, haciendo rodar grandes piedras que caían a una carretera por fortuna poco transitada. ¿Por qué?, le preguntó intrigado el juez. Por lo guapo que era ver –contestó el zagal con evidente entusiasmo- cómo saltaban las más grandes y arrastraban a las otras monte abajo.