domingo, 8 de abril de 2012

Depende de la hora del día o del estado de ánimo que un hombre cualquiera, yo mismo, escriba en uno u otro tono y desde la misma perspectiva, haga descripciones diferentes del mismo paisaje, del mismo hecho.

Hoy, por ejemplo, leo dos textos y por la mañana. Apenas leídos; sin digerir todavía, me parecieron ambos indignantes, uno por su banalidad, por su erudición el otro.

Ha transcurrido el día, domingo de Pascua, es una jornada de alegría, la resurrección de Jesús nos proporciona una dimensión de eternidad que no festejamos, pienso, como deberíamos, porque no somos capaces de asimilar la idea, ni siquiera de entenderla y mucho menos de tratar de explicarla, puesto que es indemostrable, y, por lo tanto, materia de fe. Creer o no. Y hace falta, aparte el acto voluntario de tomar la decisión de creer, que sin duda supone otras muchas complementarias, que alguien nos ayude, desde la metafísica sobrenatural, porque si no, no sé si sería posible.

Un día de júbilo, que, como ocurre siempre, viene empañado por la tristeza de que cuantos familiares se reunieron a convivir estos días, de nuevo se dispersan y ese espacio que dejan se opaca de la tristeza color nostalgia de la niebla.

Llega la tarde y algunos empezamos a conformarnos con que las cosas sean como son, impregnarnos de una paciencia que nos trae a ver de otra manera los mismos textos leídos esta mañana. Con benevolencia. Ahora comprendemos que no son textos indignantes, sino que dan esa pena condescendiente con que la realidad sea como es, sin más remedio que adornarla con nuestra mirada, como hace cada pintor que acaba de descubrir que no le gustan las últimas capas de pintura del cuadro y extiendo sobre ellas otras pinceladas de otro color y diferente trazo y textura.

Cada uno de los autores, como yo mismo, puede que yo en el piso de abajo incluso, escribe desde su rincón habitual, rodeado de su manera de pensar, lastrado por sus temores, viciado por sus lectura o por la falta de ellas, temeroso de perder lo que tiene y sabe, consciente de la caótica situación en que se halla la sociedad de nuestro tiempo, y cada cual, según particular insistencia miope de su individualidad, rebulléndose inquieto y rebuscando postura que alivie la inquietud, como un sarpullido, que padecemos casi todos en este momento de inflexión histórica que nos va envolviendo como las olas a los surfistas, sin embargo empecinados en su búsqueda de “la gran ola”.

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