Cada cual se desquicia a su manera y ninguno da el brazo a
torcer, de modo que la cosa, cualquiera que sea, no tendrá solución, formará un
bucle de sinsentidos, se perderá en atajos que son cul de sac de un laberinto a
que nos trajeron pasados errores sin cuento.
Entre otros, la manipulación de cerebros.
Hay un sinfín de manipuladores profesionales, que saben cómo
se hace pero ignoran el alcance de cada intervención. Mueven las preferencias
de la gente como quien aplica medicamentos a un enfermo al azar, prescindiendo
de los eventuales efectos secundarios del fármaco mal usado.
No sabemos muy bien cómo funcionan las autovías y las
carreteras secundarias del cerebro humano, y, con lo poco aprendido, unos
cuantos audaces se han puesto a maniobrar para regularizar una circulación
cuyas reglas, posibilidades y consecuencias ignoran. Y ha llegado, en mi
opinión, el momento en que la gente, desconcertada y en cierto modo atemorizada
por las consecuencias empíricas de sus propios actos, se está empezando a refugiar
bajo la precaria techumbre del escepticismo.
Y no sabe nadie lo que va a pasar porque entre aplicación de
aforismos y la de supuestos axiomas y repetidas consignas, ha perdido
sensibilidad en las yemas de los dedos del sentido común, y, desconcertados,
cortamos por lo sano de empezar a sospechar que “lo nuestro” no tiene remedio.
A fuerza de tratar de forzarnos a ir por las falsillas,
corremos el peligro de haber caído en la incapacidad de pensar por nosotros
mismos y en las adicionales de empezar a temer ser incapaces de expresar de
palabra o por escrito lo que pensamos o lo que ambicionamos.
Nos han dicho estos puñeteros iluminados tantas veces que
estábamos equivocados y que lo suyo era lo que deberíamos creer también
nosotros, que en cada cosa que pensamos y de pronto también en las que nos
dicen está encerrado el gato de la duda.
Hace mucho ya opinaba, y ahora se me confirma, que a fuerza
de mentirnos los unos a los otros, estábamos llegando a los umbrales, tal vez
ahora a los letreros ya de “centro ciudad” de una confusión babélica en que lo
que se dice no es lo que se dice en realidad, sino lo que podría querer el
interlocutor que se dijera, sin llegar a decirlo y desde luego para en ningún
caso ser fieles a lo dicho.
No es un trabalenguas. Es el resultado de tener miedo a la
libertad, que denunció bien claro Erich Fromm, desde un lado y nos explicaba desde
otro mi inolvidable catedrático de Civil, parte general, don Federico de
Castro.
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