viernes, 27 de abril de 2012


Cada cual se desquicia a su manera y ninguno da el brazo a torcer, de modo que la cosa, cualquiera que sea, no tendrá solución, formará un bucle de sinsentidos, se perderá en atajos que son cul de sac de un laberinto a que nos trajeron pasados errores sin cuento.

Entre otros, la manipulación de cerebros.

Hay un sinfín de manipuladores profesionales, que saben cómo se hace pero ignoran el alcance de cada intervención. Mueven las preferencias de la gente como quien aplica medicamentos a un enfermo al azar, prescindiendo de los eventuales efectos secundarios del fármaco mal usado.

No sabemos muy bien cómo funcionan las autovías y las carreteras secundarias del cerebro humano, y, con lo poco aprendido, unos cuantos audaces se han puesto a maniobrar para regularizar una circulación cuyas reglas, posibilidades y consecuencias ignoran. Y ha llegado, en mi opinión, el momento en que la gente, desconcertada y en cierto modo atemorizada por las consecuencias empíricas de sus propios actos, se está empezando a refugiar bajo la precaria techumbre del escepticismo.

Y no sabe nadie lo que va a pasar porque entre aplicación de aforismos y la de supuestos axiomas y repetidas consignas, ha perdido sensibilidad en las yemas de los dedos del sentido común, y, desconcertados, cortamos por lo sano de empezar a sospechar que “lo nuestro” no tiene remedio.

A fuerza de tratar de forzarnos a ir por las falsillas, corremos el peligro de haber caído en la incapacidad de pensar por nosotros mismos y en las adicionales de empezar a temer ser incapaces de expresar de palabra o por escrito lo que pensamos o lo que ambicionamos.

Nos han dicho estos puñeteros iluminados tantas veces que estábamos equivocados y que lo suyo era lo que deberíamos creer también nosotros, que en cada cosa que pensamos y de pronto también en las que nos dicen está encerrado el gato de la duda.

Hace mucho ya opinaba, y ahora se me confirma, que a fuerza de mentirnos los unos a los otros, estábamos llegando a los umbrales, tal vez ahora a los letreros ya de “centro ciudad” de una confusión babélica en que lo que se dice no es lo que se dice en realidad, sino lo que podría querer el interlocutor que se dijera, sin llegar a decirlo y desde luego para en ningún caso ser fieles a lo dicho.

No es un trabalenguas. Es el resultado de tener miedo a la libertad, que denunció bien claro Erich Fromm, desde un lado y nos explicaba desde otro mi inolvidable catedrático de Civil, parte general, don Federico de Castro.

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