He decidido emprender un viaje. Lo primero, hacer el equipaje. Sacar de la maleta escondida en el desván los cachivaches acumulados por las riadas del tiempo y poner unas mudas, papel, un portátil y por si acaso moleskines y lápices de los de siempre ybuna goma de borrar blanda.
-¿A dónde piensas ir? –me preguntan-
-A la parte de afuera de la realidad, a donde las cosas que pasan son de sentido común y la vida no parece ni un dramón con visos de serie con acento de allá ni de acá ni un sainete o una astracanada.
Hasta los dramones y las astracanadas tienen sus límites, que sus autores deben respetar para que no resulten grotescas parodias del sinvivir que hay que vivir a veces y procurar sobrevivir.
Desde hace cierto tiempo, te tragas varios periódicos por la mañana y a eso del mediodía se te pone por dentro una como inquietud que no sabes si es para bien o para mal y creo que consiste en que el ánimo, indeciso, no acierta si hay que reírse de lo que está pasando, para desahogar, o hay que echarse a llorar.
Por eso me voy. A Fantasía. Es un territorio, más allá de los agujeros negros y las galaxias, un territorio que no existe, el lugar imposible con que han soñado siempre los viajeros de cualquier época y de todas, como dicen que sueñan los surfistas ahora con la gran ola. Porque lo bueno del caso es que Fantasía, para cada cual, es un continente con las características que el que lo consigue recorrer prefiere.
Lo único malo es que, como ocurre cuando se descubre un nuevo territorio, siempre hay allí pobladores indígenas, aborígenes con su propia cultura, su peculiar sentido común y sus bases de raciocinio diferentes de las de los recién llegados que somos.
Y vuelta a empezar.
Para este viaje no habrían hecho falta alforjas ni maleta. Mejor dejar las cosas como están. Quedarse. En tu esquina, procurando estarse en el resquicio que queda entre la risa y el llanto.
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