Dice una amiga que comparto con mi compañera perruna que el blog se ha nublado, con esto de las lluvias recién llegadas tras del invierno de seda y espuma del bisiesto. Cosa del nublo. La perrita, en cambio, más trasquilada que un recluta del antiguo régimen, ha recuperado la nerviosa movilidad de cuando adolescente. De nuevo trinca los calcetines olvidados y los roe, debe ser por el aquel del olor a cabrales que despliegan. Se sube de un salto a la mesa del despacho, aparta de una patada los expedientes y husmea hacia lo más alto de la estantería, en uno de cuyos plúteos del ático escondo las galletas de premio.
Todo puede nublarse. Dice Gala hoy en su minicolumna habitual de un periódico que la felicidad no es más que una ilusión. Algo tan virtual como los euros que rebuscamos en lo más hondo de las faltriqueras y por las hendijas de entre los cojines y los brazos del viejo sillón de la abuela, antes de retapizarlo o darse la vuelta de rigos por Ikea, en busca de otro más arreglado a los tiempos.
Yo creo que la felicidad existe, lo que pasa es que resulta difícil a los torpes anhelantes que la andamos buscando, que, con las prisas, se nos pasa. Existe, aunque podría estar escondida como los Aleph de Borges en cualquier recodo de la escalera que nadie sabe si suben o bajan los gallegos de pro. La felicidad es como el sol. Sale y se pone, y como nos complace, durante ella, el tiempo va más deprisa y parece que dura menos. Lo contrario de las tristezas, que nos agobian y el mismo tiempo se multiplica. Conté ya alguna vez –los ancianitos solemos repetirnos- lo de aquel amigo que tuve que cuando se acercaba el final de las vacaciones procuraba aburrirse lo más posible para alargar los días que le quedaban. Y ocasiones hay en que parece que la felicidad ha durado un abrir y cerrar de ojos, pero no. Estuvo ahí. Queda el regusto de la caricia, que, para colmo, cuando la memoria lo almacena en concepto de recuerdo, lo adorna el subconsciente, que es un cocinero tan bueno como mi buen amigo don Juan María Arzak, simpático y parlanchín, además de general de no se sabe ya cuántas estrellas de todas las guías.
A ver si mejora el tiempo y podemos salir, la recién pelada y yo, a caracolear en el llerón del río, con gran indignación de las ocas, los patos y las gaviotas que por allí pululan usualmente. Creo que no había contado que como es una perra de agua, nada a velocidad de destructor o de planeadora contrabandista. El otro día le ganó a un pato. Claro que es posible que el pato estuviera ya viejo o le estuviera tomando las lanas, hoy desaparecidas para cambiarnos a la cosa de la primavera, que he leído en una revista que este año en vez de minifalda, las muchachas en flor, casi en fruto, llevarán sólo cinturón, y estrechito. Tengo un conocido que, cuando se lo comenté, sacó el telefonino, esa cosa que en el cono sur llaman el celular y llamó al oculista para pedirle hora para ir a calibrar las gafas “de lejos”.
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