Cielo encapotado, abrileño, ferial, pluvioso, entra la Pascua de Resurrección como si estuviera a punto de disolverse el invierno y los heleros del monte hubiesen prestado a las nubes que pasaban agua nueva y fresca, primaveral. Se desconsuelan los organizadores de procesiones y excursiones de la Semana Santa, soñada todo el año, bruñe de aquí y de allá oros y bordados, candelabros y ornato de los tronos y pasos.
Viene la gente a echar una mirada apenas a los trebejos de verano, quitarles el polvo, que un trimestre y volveremos. En el valle del Jerte florecieron los cerezos, pero yo no puedo imaginarlos porque, tanto correr y recorrer las Españas y sus reinos, nunca me coincidió estar allí en su época.
Enredo de cochecitos que van y vienen en busca de aparcamiento, jadeando los crispados, sudorosos conductores, que mejor habrían hecho dejándose el puñetero chisme en el garaje y así andarían un poco, como cada quisque de los que vamos con o sin perro acoquinándonos por los rincones mientras pasan y hasta nos miran airados porque más que peatones, lo que somos es un obstáculo para el vertiginoso tronco de caballería mecánica que los arrastra.
Se acentúa la vejez con estas cosas, con el aturdimiento que provocan los ruidos excesivos y el agobio que se siente entre cualquier pequeña multitud. Tienden, tendemos por ello los más ancianos al rincón donde es posible resentirse joven, puesto que el espíritu no envejece al mismo tiempo que la carne miserable, los frágiles huesos y demás componentes de lo humano más precario, y en el rincón hasta te parece que podrías aún correr, trepar y hacer estúpidas e inmotivadas cabriolas.
En cualquier rincón, y mejor si es el habitual, cuyo sillón tiene ya la forma de nuestras deformaciones, la luz es como la de cada hora de cada día que recuerdas haber estado aquí, semioculto en una mendaz, pero engañosa, tregua del tiempo, estás vivo y te sientes útil mediante unas notas que se te ocurren para un escrito, hacerte cargo del teléfono, dar respuestas ocasionales a preocupaciones inmediatas que alguien necesita tratar de resolver para ahuyentar cualquier preocupación ocasionada por reales o supuestas inminencias, y hasta ese olor, especial de abril, a tierra mojada y vida, se recobra como si fuese éste un abril de hace medio siglo.
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