miércoles, 11 de abril de 2012

Ni una verdad ni un error dejan de serlo porque los compartan mayor o menor número de personas. Me acuerdo de que llegando casi a esa temprana mayoría de edad que caprichosamente se ha fijado en los dieciocho insuficientes años para llegar a ella, uno de mis hijos trajo a casa y colgó en una pared de su habitación una tablilla que recomendaba expresa y explícitamente comer mierda porque no sé cuántos miles o millones de millones de moscas no podían equivocarse.

Lo importante me ha parecido siempre que es confrontar la convicción propia con la de los demás y tratar de aplicar a la mezcla un chorro de sentido común y humilde espíritu de comprensión. Sean muchos o pocos los que opinen a favor o en contra de lo que yo esté convencido.

En mi opinión es un error trasladar el procedimiento democrático de gobierno, que consiste en atribuir la soberanía al pueblo y averiguar cuáles son sus criterios y modos de ejercitarla, ofreciéndole para ello más o menos sugestivos programas, a cosa tan diferente como es la averiguación de la verdad. Una verdad, un error o una mentira, lo son con absoluta independencia de que sean más o menos las personas que estén de acuerdo con ellas.

Y considero lícito que haya quien defienda de buena fe como verdades las que no lo sean, pero no, en cambio, que alguien consciente de que lo que defiende está equivocado o es mentira, insista o por obcecación o por ignorancia vencible. Una ignorancia que la mayor parte de las veces se aminora por lo menos mediante confrontación serena, paciente y humilde con quienes nos contradicen u opinan diferente de nosotros.

Buena fe, paciencia y humildad suelen ser más frecuentes en las buenas personas, cualesquiera que sean sus creencias o falta de ellas, sus convicciones o sus criterios político económicos o político sociales, cuando tanta falta haría que se contagiasen de esas tres virtudes cada vez mayor número de gentes.

Siempre ha sido mejor convencerse por uno mismo que necesitar que te convenzan, pero también es bueno que te convenzan, con argumentos confrontados, y, desde luego, lo peor, es siempre que traten de obligarte a pensar como otros piensan. Insisto en el monólogo de Segismundo, cuando se preguntaba qué ley justicia o razón puede privar al hombre de “excepción tan principal, privilegio tan suave” como es la libertad “que Dios concede a un cristal, a un pez, a un bruto o a un ave”.

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