Lo del fútbol es como una fábula en que se sintetizan parte de nuestros asuntos pendientes, los problemas de nuestros fantasmas habituales.
En el fútbol, como en tantas otras vicisitudes circunstanciales o sustanciales, que de todo hay, perdemos de vista el sentido común, enfrascados en la obsesión de ganar como sea.
Nos es un juego, lo que nos apasiona, sino nuestro amor propio, ese egocentrismo insolidario que yo sea yo, insular, rodeado por las procelosas olas del mar de la circunstancia.
Hasta Ortega, habitualmente lúcido, se despista con ese anarquismo personal de que hacemos gala y motivo de presunción.
Nos enorgullece que Spain sea different, sin percatarnos de que lo que nos deslumbra, ser distintos, es un marchamo despreciativo con que el espectador nos archiva en su particular catálogo de pintorescas curiosidades.
Pero lo cierto es que estamos integrados con los otros, con esos “ellos” a que solemos echar la culpa de nuestros fracasos personales. Mi yo individual es, a la vez, un yo colectivo o no sería nada. Y mi yo colectivo está inmerso en una circunstancia de tiempo y espacio, pero no como una ínsula, sino como parte del contenido social.
Cosa que tal vez sea lo que Ortega quiso decir cuando se definió y dijo que yo soy yo y mi circunstancia.
Necesitaríamos tal vez los españoles, hasta donde es posible la generalización, siempre injusta, injustificable, de engañosa facilidad definitoria, los alrededor de cuarenta y cinco millones que somos, de autonomías independientes, todas subvencionadas por un estado cuya riqueza brotase por ensalmo de la tierra o lloviera copiosa de unas nubes más frecuentes de lo que ahora el cambio climático nos depara, salvo parece que en tiempo de vacaciones.
Unas autonomías personales que no nos diesen demasiado trabajo ni preocupación, que asegurasen de por vida una retribución ampliamente crecedera y nos dispensaran de calamidades.
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