La procesión es un viaje en el tiempo, un viaje hacia la imagen del recuerdo. El recuerdo se sustituyó, a lo largo del tiempo, en su ocasión, por la obra de arte. Se rodea la obra de arte con artesanía de flores, súplicas, recuerdos, la desconfianza de la duda, el ateísmo feroz de quienes no se atreven a estar, ahora que no creen, seguros de que su descreencia se aproxime más a la verdad que la verdad de apariencia imposible del milagro.
Duro oficio, el de vivir, y más para gente como nosotros, de una arquitectura mental tan delicadamente frágil. Por eso somos tantos, los chiflados más o menos disimulados. Me pregunto cuántos chiflados permanecemos sin diagnosticar.
Sin cesar, pese a disponer de la razón, en exclusiva en el reino animal, según dicen, pero vete a ver si es verdad, nuestro comportamiento es con frecuencia irracional. ¿Por qué?
A pesar de todo, por muy domesticadas que mantengamos las mascotas de los instintos, se nos suben a las barbas. Nos dominan demasiadas veces. Nos sacan del cauce de la razón.
La procesión nos retrotrae a la venida de Dios al mundo. Hemos abandonado la razón fundamental de la procesión, que supongo haya podido ser la de contar una historia a la multitud que debía aprenderla, cuando las procesiones se inventaron, en los frisos y frescos de las catacumbas o de las iglesias románicas, pesadas como grandes tortugas de infinitas y despaciosas paciencias. Ahora salen los pasos, lloran sus cofrades, si la lluvia prohíbe mojar los dorados. Salen y exhiben prodigiosos equilibrios de cirios y ramos de flores, mantos recamados, faroles de plata. Se asoma uno al balcón y canta una saeta. O una.
La procesión se ensimisma y abstrae, pasa, arrastrando los pies sobre las gotas de sudor de los costaleros. Aquí, en el norte, no hay costaleros, por lo menos en los pueblos. Se llevan las imágenes a hombros. En el norte no se suelen cantar saetas.
Un largo viaje en el tiempo. Tras la imagen, cuando niño, tengo visto pasar a las mujeres descalzas. Nuestra niñez, la de mi generación, de niños baqueteados, desorientados, que aprendíamos en los vacíos que siempre dejan los odios y las guerras. Las mujeres descalzas, supongo que doloridas, iban bisbiseando oraciones. Cuando vas en oración, sueles perderte, yo me distraigo. Quiero decir, pero repito mecánicamente las palabras sin saber lo que digo. Estoy seguro de que el buen padre Dios recoge incluso esas oraciones que, dichas así, pura memoria como el reflejo, como un eco y sabe que queríamos decir lo que dicen, valga el juego de palabras, aunque lo hayamos dicho como si no dijésemos.
La procesión, ahora en gran parte espectáculo, es como una de esas oraciones bisbiseadas mecánicamente, que iban musitando las descalzas de aquellas procesiones de cuando el dolor más hondo, que queda como humo, como recuerdo, como ese horrible olor de los campos de batalla reciente. El buen padre Dios oirá que la gente, pasito a paso, va repasando, recontando, desgranando la humilde narración de la historia de esta pequeña anécdota que está siendo la vida de los que somos polvo de humanidad, que cualquier día de estos dispersará el viento. El nos sabe, nos recuenta, espero y confío que nos guíe, ampare y atraiga hacia su luz
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