domingo, 15 de abril de 2012

Se ha puesto de moda la senda de los elefantes. Elefantes y ositos de peluche suelen ser los favoritos de los niños. Que empiezan por los esbardos, bien aferrados para mitigar terrores infantiles y a medida que te haces mayor y empezábamos a jugar con indios y vaqueros, que, suprimidos los soldaditos de plomo por el aquel de las guerras, se habían transformado en figuritas de plástico policromado, nos pasábamos, sucesivamente, a los dinosaurios y los elefantes.

Ir de caza con un maharajá, a lomos de un elefante transportista y soñar con una India victoriana, descrita por Kipling, cazando tigres a troche y moche por la selva impenetrable, fue también sueño provocado por el acné de nuestra adolescencia. Ignoro por qué, pese a la estética de su hermosa “piel pintada a rayas”, el tigre, a lo mejor por su papel en El libro de la selva y las antipatías de Mowgli, no se he hecho querer nunca por los niños. Tiene mucho peor prensa que el rey de la selva de melena negra.

A los elefantes me ha dado siempre pena que los maten. Eran los buenos de las películas de Tarzán Weissmuller, que llegaban, corriendo como entonces solo corrían las locomotoras del transiberiano, haciendo de séptimo de caballería y barriendo antes del the end a los malos todos que habían invadido la selva y amenazaban contaminarla, amén de perjudicar al bueno de Tarzón, el hijo adoptivo de Kala la mona de la tribu de Kerchak, además de lord del imperio. Los elefantes y los indígenas de la tribu de los waziri fueron siempre buenos y mantuvieron, de novela en novela, su leal buena intención.

Ahora los ha puesto de moda, supongo que pasajero, que el rey de España se haya caído por una escalera en Botswana, Africa, donde dicen que había ido a matar un elefante. Y toda la masa crítica de los unos, los otros y los de más allá se ha rasgado las vestiduras, como si el rey, por serlo, no pudiese disponer de su tiempo y su dinero como pluga a sus preferencias personales. Me ofende que se pongan cortapisas al comportamiento privado de las personas, sean o no reyes, cuando, como es el caso, actúan en el ámbito de su libertad personal y privada, sin infringir precepto alguno que lo prohíba.

Y conste que no es mi propósito defender ni la monarquía, ni la corona ni la república ni ninguna otra institución, criterio ni cosa por el estilo. Defiendo la libertad de las personas para administrar su tiempo libre y dedicarlo a lo que les de la gana, en este caso, la real gana, sin perjuicio de que cada actividad tenga o no su matiz para estar o no de acuerdo con unas normas morales demasiadas veces subjetivas y olvidadas de aquello de la mota y la viga del ojo. Y sin perjuicio de que no esté de acuerdo con que se cace a los elefantes, con la buena imagen y mejor prensa que tienen, lo domesticables que parecen y hasta, desde Dumbo, todavía un poco más entrañables.

No me parece a mí, por otra parte, que el hecho de que el rey se quedara en su despacho fuese a mejorar la prima de riesgo, pusiera coto a los excesos, che, de la señora presidente del otro lado del charco ni pudiera evitar que el chico se pegara un tiro en el pie, cosa que, por otra parte, podría pasarle a cualquiera.

Donde no hay harina, solía repetir alguna de mis entrañables tías abuelas, todo es mohína. Y no se sabe a quién echar la culpa, con quién desahogar.

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