Cada vez que se abren las ventanas y entra la luz, recibimos una sorprendente impresión, la misma que recibimos al entrar por primera vez tras de las bambalinas de un escenario y descubrir el polvo, las telarañas y las imprecaciones que esconde la piel del mundo mágico de una representación.
Hoy ha sido esa noticia en letra pequeña de que las cuentas de los partidos y demás entidades sociopolíticas son como son, están como están, gastaron lo que gastaron y deben lo que deben, todo a cargo de impuestos y como retribución de un trabajo, por llamarle de alguna manera, que nos ha traído a esta situación entre bochornosa y por lo menos sorprendentemente amedrentadora.
No vale la pena quejarse. Ni servirá probablemente para nada ni es probable que se considere sociopolíticamente correcto, pero lo cierto me parece que demasiada gente cobra, ora por vía de sueldo, salario, dieta o gratificación, ora por vía de subvención.
Un rico, puesto que lo es, ya sea por vía legítima, ya por la ilegítima, puede permitirse caprichos y dispendio, bajo su responsabilidad moral, pero los medianos y los pobres, ya seamos personas físicas o sean personas jurídicas, de derecho privado o de derecho público, no podemos ni pueden permitirnos excesos ni dislates, so pena de catástrofe de nuestra, más o menos, pero siempre precaria, economía, en un mundo en que nada vale lo que cuesta y todo se encarece cada mañana, bien porque la inflación se ha convertido en apocalíptico jinete del tinglado económico mundial, bien porque nuestra capacidad encoge, como la piel de zapa, a medida que se nos pide hacernos más pequeños para que nuestros supuestos representantes traten de parecer mayores, allá en su mundo de la cabeza de la caravana, tan lejos de nuestro pelotón de los torpes.
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