El recurso populista de la calle, para reconvertir la
supuesta democracia en otra cosa, método que mi contertulio refiere como un
apretón más del cinturón de la demagogia sobre la anoréxica cintura de la
oclocracia, se ha empezado a sugerir por quienes sólo admiten la validez del
sistema cuando y si favorece a sus propósitos e intereses.
En la calle, como cantaba Chavela Vargas con aquella voz
desgarrada, tú y yo juntos, somos muchos más que dos. La calle es un altavoz
que multiplica, asombra, asusta, sobre todo a quienes, como yo, somos
pusilánimes. Pocos centenares, parecen en la calle miles y se pueden pasar
sobre ellos los multiplicadores de costumbre para que parezcan centenares de
millar y hasta cerca o más de un millón.
El ejército, formado y armado, parece siempre invencible,
erizado de banderas, impecable, disciplinado.
Lo que pasa es que siempre cabe que haya otro ejército, más
o menos brillante, pero más práctico, más astuto o más y mejor armado, capaz de
infligir al tuyo, a los nuestros, que siempre nos parecen los buenos, una
tremenda, horrible derrota.
Nada peor que un ejército que regresa vencido del frente de
combate, de la batalla, del error, una vez más, de pensar que la violencia, más
o menos cruenta, pude arreglar algo, generar algo que no sea afán de revancha,
y, como consecuencia, mayor violencia, que casi siempre acaba donde acaba.
Sacar una masa a la calle, cuando se te acabaron los
argumentos, es y será siempre, hasta el fin de los tiempos, un error que
acabarás pagando, por más que te parezca que venciste. No hiciste más que
amedrentar provisional y transitoriamente al otro, que así se habrá hecho más
valeroso y tal vez más fuerte, como los animales heridos y acosados.
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